Enfermedad universal
Las inquietudes y polémicas desatas por el uso del burka o el niqab están motivadas por razones de distinta naturaleza. Por una parte, está la cuestión relacionada con la seguridad ciudadana, con los inconvenientes que pudieran derivarse de la imposibilidad de identificar a las personas que, por ejemplo, acceden a dependencias municipales o pasean por la vía pública. Las normas que regulan este aspecto suscitan más o menos aprobación o rechazo pero, sin duda, su aplicación alcanza el objetivo definido: la identificación de cualquier ciudadano, independientemente de si porta un burka, una careta o un disfraz de oso cavernario.
Por otra, el debate hunde sus raíces en el terreno de la dignidad y libertad de la mujer. Las opiniones, propuestas o decisiones favorables a la prohibición de estos atuendos en nuestra sociedad tienen un carácter cauteloso, preventivo y correctivo, que trata de evitar la instauración y propagación de prácticas de índole cultural consideradas como denigrantes y perniciosas para la condición humana y, concretamente, para el sexo femenino.
No resulta nada atractiva la idea de vivir en un lugar donde, entre otros asuntos, las mujeres no puedan decidir qué prendas desean ponerse, pero al hablar de personas adultas, ¿quedan garantizados sus derechos al impedir ciertas vestimentas que, supuestamente, son portadas voluntariamente? Y en el caso de que estuvieran obligadas a llevarlas, ¿son rescatadas o liberadas del entorno que las somete?
Y, ¿qué ocurre con la esclavitud sexual, aunque sus víctimas puedan ir ligeras de ropa?, ¿qué se hace con los programas de televisión a los que acuden chicas para ofrecerse como mercancía a un galán o a un garrulo?...
Desgraciadamente, la mera supresión e invisibilidad de uno de los múltiples síntomas de la enfermedad universal denominada machismo no erradica la misma, pues es un asunto de educación, convencimiento y concienciación.
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