Poesía social
El poder se caracteriza más por lo que oculta que por lo que muestra. En España, si realmente se trasladaran a la realidad cotidiana, a pie de calle, los enfrentamientos partidistas o de facciones escenificados en sede parlamentaria, nuestro sufrido país se hallaría al borde del conflicto bélico.
En el mercado electoral, donde toda formación busca maximizar sus votos y alcanzar las mayores cotas de poder público, todas las siglas políticas van a lo mismo. Los partidos políticos modulan y moldean sus actuaciones y propuestas en función de la llamada ”sondeocracia” –encuestas sobre estimación de voto– y agendas fijadas por la Unión Europea, el Fondo Monetario Internacional o incluso la debilitada ONU, además de por los lobbys y grupos de presión. Nuestro sistema es una democracia televisada y de “entretenidos” debates-espectáculo, donde muchas veces da la sensación de que todo el pescado ha sido ya vendido de antemano, antes de subir al ring pugilístico. Una democracia liberal pluralista, que no solo faculta para el ejercicio de derechos individuales civiles, sino también políticos universales y derechos sociales constitucionales. Un sistema de libre mercado suavizado, que querrían selva. Una democracia de partidos donde, a menudo, se olvida que no son las mayorías absolutas las que apuntalan las democracias sino el respeto escrupuloso, garantizado y total hacia opciones ideológicas y de vida plurales, vislumbrándose de este modo la ilegitimidad de toda propuesta totalitaria, que vea enemigos por doquier y no adversarios, un único y exclusivo modelo de buen ciudadano, a través de lenguajes incendiarios de aversión y actitudes contrarias a la convivencia. La teoría social tiene hoy en lugar muy privilegiado las estrategias y tecnologías de la comunicación política, “el medio es el mensaje”, dijo Me Luhan, y los debates son espectáculos lenguaraces y acalorados, de modo análogo a los “reality shows” más chabacanos. La igualdad como objetivo no es más que un mito como el de Sísifo; los que eran abiertos partidarios de la meritocracia, conseguido su nicho social holgado, se tornan de conservadora poltrona y pasan a defender solo privilegios. Los poderes económicos, acomodados y afortunados solo quieren una democracia formal para dar un pase de respetabilidad a su defensa de las libertades de mercado, propiedades y derechos individuales clásicos. Mientras que minorías, grupos en desventaja social, disidentes e inconformistas enarbolan y empuñan el pensamiento mágico de la “igualdad”, que en un sistema democrático se basa más que nada en hacer invisibles las evidentes diferencias, distintas capacidades y diversos orígenes sociales, raciales o religiosos de cara a un trato equitativo por los poderes públicos, emanados del conjunto de la ciudadanía, esto es, del pueblo todo.
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