Kesaque Laeso

8 de Julio del 2010 - Francisco J. Ruiz Urraca (La Carrera)

La madre esta ahí, frente a mí, sinceramente afligida pero serena. ¿Qué he hecho yo para merecer esto?, exclama elevando el grueso de su pesar hacia el techo de pladur. El chico la observa de reojo. El expediente del alumno es tan pobre que ni siquiera la suma de todos los unos que aparecen en él bastaría para aprobar una sola de las asignaturas. Yo ya le digo que debe sacar la ESO. Que sin la ESO siempre será un don nadie. Me presto a mediar en la batalla de miradas que cruzan el uno y la otra e intento consolar a la mujer (las lágrimas siempre acaban reblandeciendo los argumentos). Le aclaro que el graduado en Secundaria no es un fin en sí mismo, sino la constatación de que el estudiante ha alcanzado ciertos objetivos tras un prolongado, prolongadísimo proceso formativo; y, ya metidos en harina, añado que, desde mi modesto punto de vista, el hecho de que su vástago sea un vago, tal como ambos alegan, no explica que catorce años de escuela y el influjo de más de medio centenar de docentes no hayan servido para que al menos escriba su nombre sin faltas de ortografía, pero que en el supuesto caso de que concediéramos relevancia a esta disminuida disposición del ánimo, tamaña gandulería sería tan limitante como vivir conectado a un respirador automático. El chico sonríe. A través de los cascos que le taponan las orejas disfruta de las buenas vibraciones de la onda institucional, que emite machaconamente el gran éxito de las últimas décadas, la cantinela progre de que cualquiera puede alcanzar las metas que se proponga; que la capacidad, el ambiente, la estimulación de la curiosidad, la lectura, la voluntad, la constancia en el aprendizaje o el esfuerzo son elementos accesorios y que, ante la falta de uno o varios de ellos, el sistema proveerá. Esta idea sin fundamento ha arraigado tanto en el espíritu de las últimas generaciones que cualquier atribución causal del fracaso escolar que no aluda a la holgazanería resultaría literalmente insoportable para cualquiera de mis dos interlocutores.

Ayer mismo madre e hijo me visitaron de nuevo. Estaban exultantes. Al mozalbete solo le han quedado dos: Lengua y Matemáticas. Poquita cosa. Es previsible que en septiembre el alumno se reciba como flamante graduado. Si estuviera capacitado para poner en palabras lo que piensa, el autoproclamado zángano me hubiera dicho: ¿Y ahora qué, mamón? La mujer comenta que tras nuestro último encuentro el niño experimentó un cambio súbito recuperando en dos semanas la práctica totalidad de las asignaturas pendientes. Ha recapacitado. Ahora sabe que los estudios son lo primero y que yo lo único que deseo es lo mejor para él. Asiento en silencio, como atrapado hipnóticamente por la trayectoria de un yoyó. A boca cerrada no entran moscas. Ahora, añade la mujer, solo le pido que saque el Bachillerato.

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