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Relatos de aquí y de allá: el Café

31 de Octubre del 2020 - Agustín Moure Pazos (Gijón)

Mi madre siempre cuenta lo maravilloso que fue Gijón. Lo que fue y ya no es. Los años dorados. Aquella época donde todo convivía. Los burgueses con los obreros, los ricos con los pobres, las chicas con los chicos, los maestros con los alumnos...

Años donde solo había un anhelo: progresar y disfrutar.

En concreto, habla siempre de una calle Corrida fascinante, llena de cafés y pubs. Locales como el Tívoli, Korynto, Mayerlin, la sede del Real Club Astur de Regatas... Todo el mundo alternaba.

Una vida que se fue diluyendo como el azúcar en el café, al son de reconversiones industriales, crisis y éxodos juveniles. Ya sabes aquello del Asturias o trabajas.

La gente se arreglaba. Daba igual que te viniera de cuna, como si acababas de terminar el turno en camisas Ike. Todo el mundo estaba allí. Las barras eran de madera, los camareros educados, los cubatas hechos con mimo y las almendras empapaban el alcohol.

Yo me pregunto, ¿qué fue de esos tiempos? ¿Por qué yo a mi corta edad no vivo algo así?

Los tiempos están cambiando, decía Dylan. Pero ¿para bien?

Se ve que es difícil, en una ciudad que lo fue todo, organizar una tertulia, tomar un Negroni y acostarme pensando... Hoy no ha sido un día más.

Acaso los jóvenes ¿no somos así? ¿No nos gusta charlar alrededor de un buen trago, en un sitio agradable? Parece que no.

Abundan las franquicias, los restaurantes pretenciosos y los bares donde al marchar nada te llevas. Como si no hubieras estado.

Titulé este artículo "El Café" porque el Café es de lo poco que nos queda. Me refiero al Central. Ese monumento al art nouveau donde los camareros aún siguen usando chaquetilla blanca y botones dorados. La madera es noble, las mesas son de mármol y el vermú es de solera.

En el Café, porque yo lo llamo el Café, todo va más despacio. Los señores hablan, arreglan el país... Los buñuelos con anchoa acompañan los vinos y el café se sirve en un ceremonial que da hasta pena beberlo.

Es de esos sitios donde sabes que, aunque no esté en carta, puedes pedir un Dry Martini. Cómo no me lo van a preparar, si es lo que me pide el cuerpo, al girar su imponente puerta. Y te sientes como el Chatín. Puro hedonismo. Solo falta una niebla de humo para volver a otra época.

Pero sobre todo el Café, porque yo lo llamo Café, es identidad, pertenencia. Ahí sientes tener un pequeño rincón en el mundo. Podré mudarme de casa, de ciudad, hasta de país pero nunca del Café. Al Café, porque yo lo llamo el Café, siempre vuelves

El Café, porque yo lo llamo el Café, son amigos que permanecen. Cenas que se alargan, de esas que, aún teniendo verbena después, prefieres quedarte charlando hasta que el sol te parta el espinazo y la resaca haga acto de presencia.

El Café, porque yo lo llamo Café, es una experiencia personal. Será algo que inculcaré a los míos. Yo giré la puerta por primera vez con mi padre. Con él la giro cada mañana. Es nuestro momento, ese que tendrá más valor que todo lo que esté en el testamento. El que no cambio por nada.

El Café, porque yo lo llamo Café, es vivir lo que otros vivieron.

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