A mí también me pone de los nervios
Sin duda tiene razón el famoso cocinero Santi Santamaría en la crítica que –desde las páginas del «Magazine» que acompaña a LA NUEVA ESPAÑA–, hacía a todos los tics, marrullerías, faltas de estilo y de educación que exhibimos en la mesa muchos comensales. Desde saltar al aseo a darle por el móvil, a la reconocida estrella de los pucheros lo pone de los nervios que el cliente siga charlando distraídamente, o leyendo la prensa, mientras irrumpe en la pasarela cualquier plato de diseño. No digamos ya si se deja escurrir sobre mantel impoluto el lagrimeo cantoso de un tintorro de gran cosecha y alta factura, particularmente tras faena de aliño con cola gaseada y cubitos de hielo.
Con esos desaires protocolarios a la liturgia de la gran cocina –supongo que de peor gusto y mayor responsabilidad penal que la de compartir mantel con amistades peligrosas o quemar una bandera a la puerta de alguna sociedad gastronómica– podemos sacar de quicio a los buenos profesionales de la restauración, desde cocineros a maîtres y sumilleres, pasando por todo el escalafón que llega hasta los sufridos camareros y camareras que ejercen de primera línea de infantería. Para ellos tiene palabras de respaldo el autor cuando algún cliente, particularmente ceporro, llama su atención chistando al modo agropecuario o dirigiéndoles miradas de evaluación y cata más propias de un tratante que de un oficiante pasivo de la liturgia gastronómica en curso. Sin duda tiene razón en todo ello el Sr. Santamaría, que –por cierto– escribe tan bien como cocina, o viceversa.
Pero también reconocerá don Santi que a no pocos clientes de restaurantes haya otras cosas que puedan ponernos de los nervios –además de las columnas de las denominaciones o de los precios (particularmente esta última sin la perspectiva de cargar la minuta a la empresa, al municipio, al sindicato o al Estado de las autonomías). Me refiero, de entrada, al extemporáneo descubrimiento que algunos gurús de los fogones vienen a hacer ahora de las leyes de la termodinámica y los fenómenos de transporte, con sus pretenciosas audacias en materia de liofilizaciones, sublimaciones, inducciones, desestructuraciones y microemulsionados. Aunque sabido es que las artes culinarias –tras recorrer los estadios evolutivos que llevan del tosco llenar el buche a la sublimidad de halagar a los consumidores profesionales de cualquier forma de cultura cara– tienen raíces inmemoriales en la afortunada coyunda del manjar y los cuatro elementos, y aunque suponemos que en alguna notaría se archiva la pragmática alianza firmada hace casi un siglo entre los pucheros y el horno eléctrico, la máquina frigorífica y la olla exprés; y aunque nos consta el aún más reciente matrimonio de conveniencia con los robots, hornos de inducción electromagnética y otros cachivaches salidos del laboratorio de física y química... aun con todo eso, hay algo que no combina bien.
Se trata del contraste entre el pretendido octavo arte y la higiene primaria. Se trata del conflicto entre tanto exotismo de club pedante y laboratorio posindustrial con los tratados de urbanidad y buenas costumbres, que afean de antiguo el tocar con las manos lo que han de comer los humanos (y las humanas), práctica gocha que se exhibe sin recato ni guantes desde reportajes y concursos a programas de culto ante las cámaras.
Subtítulo:De la falta de educación de los comensales a la ausencia de higiene de los magos de la cocina
Destacado: No entiendo que la veneración de una determinada forma de cocina de autor nos lleve a nuevos modos de antropofagia o de comunión laica, en los que no sólo degustamos la obra de arte sino al artista mismo
Algunos de estos magos tan «leídos y tan escribidos» parecen ignorar que la piel, no digamos ya con recovecos y lesiones, cubiertas o no de apósitos y tiritas –que ocasionalmente exhiben impúdicamente bajo un gorro que tiene más de mitra caricaturesca que de medida preventiva– es una membrana activa y permeable, a cuyo través discurren en ambas direcciones los más variopintos fluidos, microorganismos y moléculas. Cobertura que tiene también el mal gusto de erosionarse y descamarse repartiendo generosamente autógrafos en derredor.
Cuando parece que las secciones de moda y cocina se han consolidado como fijas, desde los telediarios a los programas de las vísceras, y cuando el fumar en público es más penado que un acto terrorista, ¿hasta cuándo nos parecerá tan normal que los cocineros –maestros engolados, suficientes y campanudos éstos, populares y populistas ésos, exultantes aprendices agraciados en el último certamen aquéllos– anden sobando con sus peludas, regordetas o artríticas, exudantes y frágiles manos desnudas lo que vamos a comer los demás, y que, encima, alardeen de ello delante de las cámaras o de la pantalla de los televisores sobando golosa y lascivamente sus obras de arte?
No entiendo que la veneración por una determinada forma de cocina de autor nos lleve a nuevos modos de antropofagia o de comunión laica, en los que no sólo degustamos la obra de arte sino al artista mismo, vía su ADN tan generosamente especiado en un pincho de orfebrería celular o en un confitado a las finas hierbas sobre lecho caramelizado de genoma.
A mí, personalmente, estas agresiones, primero, me ponen de los nervios. Y luego, me dan asco. Celebro que don Santi Santamaría me haya dado la oportunidad de compartir mis manías culinarias con ustedes.
¿Oído, cocina?
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