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Comentarios sobre el sistema educativo español

16 de Noviembre del 2020 - Carmen Fernández Martínez (Salinas, Castrillón)

La ministra de Educación acaba de decir que puede obtenerse el título de Bachillerato con suspensos. Llueve sobre mojado. En lugar de implantar medidas eficaces que resuelvan el elevado fracaso escolar, a nuestros gobernantes solo se les ocurre hacer trampas como esta. En febrero de 2016 muchos medios de comunicación nacionales publicaron el contenido de un informe PISA / OCDE titulado “Estudiantes de bajo rendimiento”. En él se analizaban los resultados académicos de los escolares que viven en entornos sociales desfavorecidos. Llegaba a una conclusión alarmante: el 40 por ciento de esos estudiantes tuvo bajo rendimiento en matemáticas mientras que ese porcentaje se reducía a solo el 8 por ciento cuando los estudiantes eran hijos de familias favorecidas. La OCDE proponía tres soluciones para corregir esa situación: (1) Trabajar con las familias (2) Exigir a los alumnos (3) Establecer refuerzos docentes personalizados en matemáticas, comprensión lectora y gramática.

Estas propuestas son esclarecedoras de las carencias del sistema educativo español. Nuestra educación no funciona bien, aunque los gobernantes, algunos sindicatos e incluso asociaciones de padres no quieran reconocerlo. Están incomprensiblemente empeñados en huir hacia adelante. Pasan de lo que digan ese informe y otros parecidos. Las estadísticas se arreglan regalando los aprobados y, para lo que ellos llaman “mejorar”, proponen, como siempre, gastar más dinero. La OCDE, sin embargo, no mencionaba este recurso en su informe porque, desde hace tiempo, el gasto educativo en España, medido en porcentaje de PIB, está al nivel del existente en los países más avanzados.

Cabe preguntarse si esos políticos, sindicatos y padres actúan así porque no se enteran o lo hacen porque están defendiendo sus propios intereses y no los de la sociedad. Y enterarse es bastante fácil. Es suficiente con haber tenido hijos y con haberse ocupado un poco de ellos cuando iban a la escuela. Yo soy madre de dos y sé, por tanto, de qué estoy escribiendo.

Veamos, en primer lugar, qué sucede con la igualdad de oportunidades. Para que exista en las aulas, no se necesita más dinero. La escuela la ofrece siempre. Cuando los niños están sentados delante del maestro, todos tienen idéntica posibilidad de aprender. Donde aparecen ventajas y desventajas no es en clase. Es en las familias. Los padres capaces de valorar la formación y de ocuparse de que sus hijos estudien, les proporcionan ventaja sobre los hijos de padres que no lo hacen por la causa que sea: porque no pueden, porque no saben, porque pretenden transmitir esa responsabilidad al colegio o por simple desinterés.

Muchas familias han perdido el norte en este asunto. Hace cincuenta años estudiar era una oportunidad para progresar. Hoy, es solamente una obligación que, socialmente, no se valora lo suficiente. Para qué estudiar si, cualquiera, hasta un incompetente manifiesto, puede llegar a ser, por ejemplo, presidente del Gobierno. No se necesita requisito alguno para ser otras muchas cosas y por eso proliferan actores, famosos, diseñadores, políticos sin oficio y toda la caterva de individuos que aparecen en televisión con profesiones exóticas. Es gente que probablemente tenga dificultades para multiplicar. Sin embargo, vive muy bien en el actual hábitat nacional, especialmente propicio para ello. Además, utilizamos referentes culturales que no lo son en absoluto. Cualquier cosa nos vale. Una vez oí decir en televisión a una actriz vociferante y, por supuesto, culta y progresista, que los orcos eran unos antiguos pobladores de España. Eso no es cultura y, si alguien lo llama progreso, yo prefiero no progresar.

La política lo invade todo y no me refiero a “Educación para la ciudadanía”, una asignatura que sin sesgos ideológicos podría resultar muy útil. Cuando mis hijos estudiaban, el Estado autonómico estaba innecesariamente presente en Historia y en Literatura. En Geografía la situación era surrealista. Mis padres, que fueron a la escuela en los años treinta del siglo XX y que tenían posibilidades escasas de visitar alguna vez en su vida el cabo Norte o la Patagonia, saben dónde están esos sitios porque lo aprendieron en clase. Sin embargo, mis hijos solo estudiaron en profundidad la geografía regional, a pesar de que son chavales del siglo XXI que pueden viajar. En ese contexto, no debe extrañarnos que unos maestros que opositaron hace unos años en la Comunidad de Madrid no supieran por donde pasa el Ebro. Es posible que nunca tuvieran necesidad de aprenderlo.

La polémica de la lengua en Cataluña y Baleares es otro sinsentido originado por la política. Renunciar al conocimiento del español, que no es precisamente un idioma minoritario en el mundo, es un error grave. Situará a los jóvenes de esas regiones en una posición de desventaja competitiva frente a quienes sepan hablar y redactar correctamente en nuestra lengua.

Mejorar la calidad de los maestros tampoco puede conseguirse con dinero porque lo que perdieron no tiene precio. Ha cambiado su perfil profesional. Bastantes de ellos han pasado de ser vocacionales, cultos, buenos conocedores de la materia que explicaban, a ser solo especialistas teóricos en enseñar. Además, para empeorar las cosas, la democracia mal entendida llevó a las aulas comportamientos totalmente inadecuados para el progreso personal y académico de los alumnos. El tuteo a los profesores es generalizado y faltarles al respeto resulta barato.

Si, con lo dicho, la situación parece mala, todavía falta lo peor. Se pretende que los escolares aprendan sin esfuerzo y eso es imposible. Don José Algué Perramón, personaje singular que fue profesor de Matemáticas en la Facultad de Ciencias Químicas y catedrático de Física en la Escuela de Ingenieros de Minas, en Oviedo hace ya muchos años, siempre empezaba el curso recordando a sus alumnos que, para aprender, el estudiante contaba con dos tipos de elementos: los dados y los puestos. Sobre los dados poco hay que decir porque si uno tiene los ojos azules, tiene los ojos azules. Pero los elementos puestos, que son el esfuerzo y la aplicación, dependen de la voluntad del estudiante y, tratándose de escolares, dependen de su entorno familiar. Los gurús de la enseñanza moderna optaron por el “recorta y pega” y por el “pinta y colorea” y despreciaron el trabajo individual riguroso y la memoria, imprescindible para muchas cosas, algunas tan elementales como multiplicar. Con su método mágico favorecieron lo rápido, lo inmediato, lo superficial, lo exclusivamente gráfico y dañaron profundamente la habilidad lectora, el razonamiento abstracto y la adquisición del hábito de estudio. Hasta la lectura supone hoy un esfuerzo que se pretende bordear fomentando el uso de las nuevas tecnologías. Se ha olvidado que leer bien es fundamental. Muchos escolares que tienen dificultades para estudiar, lo que tienen realmente son dificultades para leer y, cuando lo hacen, solo aciertan a reproducir los sonidos de lo escrito. Comprender en esas condiciones el enunciado de un problema elemental de matemáticas les resulta imposible.

El esfuerzo se desincentivó todavía más con medidas como la promoción de curso con asignaturas pendientes, adoptada solo para maquillar el fracaso del sistema y de sus responsables. Los niños aprendieron enseguida que, para no repetir, no hacía falta aplicarse demasiado.

Y en medio de todo este maremágnum, a un iluminado que antes gobernaba aquí se le ocurrió entregar ordenadores a los escolares para mejorar la calidad de la enseñanza. Es como si alguien que comete faltas de ortografía pretendiese arreglarlo escribiendo con una pluma de oro.

No parece, según lo visto, que la enseñanza en España necesite más gasto. Es más: hemos dedicado tanto dinero a ella que ha llegado a malgastarse, como sucedía con los libros de texto. Mis hijos solo se llevan dos años y los libros del mayor no servían para el pequeño porque los contenidos se modificaban deliberadamente con ese propósito, sin que nadie moviera un dedo para corregir esa situación escandalosa.

Nuestra responsabilidad personal y especialmente la de nuestros gobernantes es enorme en este asunto. La OCDE vincula el bienestar social, la salud y el crecimiento del PIB y, por tanto, el comportamiento del empleo, con el grado de formación de los ciudadanos de cada país. El sistema educativo español es malo hasta el punto de que no sirve para que los menos favorecidos puedan reducir su desventaja. En otros lugares, este problema se resolvió hace ya ciento cincuenta años. En Inglaterra, el mismo Darwin participó en ese debate y se expresó con crudeza cuando discutía con los deterministas biológicos, reacios a ofrecer enseñanza de calidad a los niños de las clases trabajadoras. Los enfrentaba contra esa injusticia y les decía: “Si la miseria de nuestros pobres no es causada por las leyes de la naturaleza sino por nuestras instituciones, cuán grande es nuestro pecado”. Por todo esto, mejorar de verdad el sistema educativo español es una prioridad absoluta.

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