La hora del tupper
Me levanto de la mesa de trabajo. Voy al office. Abro la nevera, saco mi tupper y lo caliento. Me siento en la mesa del comedor. Noto las miradas. Miradas de desaprobación. Hasta ahí, todo va como siempre. Me preguntan qué como hoy. Yo, inocente, muestro mi plato; Heura, aguacate, edamames, queso de anacardos y quinoa. Hablo de la mezcla de texturas y la exquisita combinación de sabores. Pero a veces se me olvida que la pregunta no va de querer saber de mi plato. La pregunta va de juzgarlo y comparar mi comida rara con la comida normal. La “comida normal” son los pies de cerdo que hoy trae la persona que me mira crítica, mientras le rondan por la boca unos huesos, los San Jacobos con croquetas, buñuelos, patatas fritas y mayonesa (todos productos ultracongelados, sin rastro alguno de alimento casero), un bocadillo de surimi, salsa rosa y mortadela y menús de los restaurantes de comida rápida más típicos, bien de carnes procesadas y azúcares.
La juerga sigue con “eso no es queso porque mira...” mientras me muestra la definición de la RAE de queso que ni he pedido, ni necesito. “Si eso que comes es parecido al pollo, es que lo echas de menos. Es contradictorio, te engañas”. O “la leche de arroz, es BE-BI-DA. Todo lo demás, confunde”.
A veces me violenta la hora de la comida. En pleno 2020 lo diferente sigue dando miedo. Entonces aparece en mi cabeza, como un mantra, lo de “tu bocadillo vegetal lleva atún, pero lo que confunde es mi hamburguesa vegetal”. Y disfruto de mi opción alimentaria con una pequeña sonrisa.
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