Diez minutos
Con veinte años no necesitaba más de dos minutos para despejarse: en el primero pensaba, qué vida tan guay; en el segundo, qué ricas estas marías para desayunar.
Con 50 necesitaba menos de diez para venirse abajo: en el primero pensaba, maravillosa vida; en el segundo, qué suerte de familia y de negocio con que mantenerla; en el tercero, qué cerca ya las Navidades; en el cuarto, a las 12 revisión de próstata; en el quinto, si no aumentan los clientes tendré que cerrar; en el sexto, cuánto me durarán los ahorros; en el séptimo, qué dura es la vida; en el octavo, para qué te metes a empresario si ibas sobrado de empleado; en el noveno, con mascarilla y a lo loco sin un bar donde desayunar, y en el décimo, ¡madre mía, hoy no abro!
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