La necesaria reflexión de la Iglesia católica
Que la actual Iglesia católica está, para regocijo de sus enemigos, perdiendo adeptos, ya casi nadie lo duda. Se reducen las vocaciones y, en consecuencia, las parroquias que hace años colmaban la España rural o bien han desaparecido, o languideciendo se dirigen camino a su extinción. En estos tiempos, es corriente comprobar cómo nuestros abnegados párrocos pueden llegar a un cada vez menor número de fieles, lo que contribuye a que muchas almas se encuentren sin la precisa atención que todo cristiano necesita y ansía. Y sin el necesario riego bien sabemos que la planta, irremediablemente, se marchita y se muere.
No obstante, tampoco este fenómeno es únicamente propio de las comunidades cristianas rurales, sino que se puede advertir asimismo cómo en los principales y más significativos lugares de culto de nuestra geografía, donde hace años sería impensable, ante la escasez de fieles se van limitando los horarios de celebración de misas.
¿Ha dejado España de ser católica, como se vanaglorió en su día el presidente de la Segunda República Manuel Azaña? De ninguna manera. Puede ser que la parte aérea de la planta no esté tan vigorosa como antaño, pero nuestras raíces cristianas son tan fuertes y profundas que, para ser eliminadas, deberían socavarse de una forma constante e intensa. Labor que, por ser ardua, no significa que los enemigos de nuestra religión hayan declinado nuevamente emprender ante la aparente debilidad de la Iglesia, manifestada, en primer lugar, en una cierta pasividad ante los graves peligros que actualmente atentan contra nuestras raíces cristianas, y, en segundo lugar, debido a la incuestionable resignación mostrada frente a las decisiones políticas contrarias a la moral cristiana que ya devastan nuestro país. Indolencia y conformismo que, no se puede soslayar, mueven a la desesperanza y al desaliento entre los fieles, muchos de los cuales, pese a seguir conduciéndose como perfectos cristianos en sus vidas, se alejan de la religión que los vio nacer y les formó.
No vivimos tiempos de tibiezas o grises, ni de coqueteos con organizaciones mal llamadas “no gubernamentales” que siguen las doctrinas de las facciones profanadoras actualmente en el poder; ni, mucho menos, de seguir apoyando medidas globalistas que contribuyen a la destrucción ideológica del cristianismo. Si quiere recobrar su vigor y que las nuevas generaciones de jóvenes sean atraídas por el sentir cristiano, la Iglesia española, abandonando su tendencia natural al complejo o a adoptar estériles posturas timoratas, debe enfrentarse con arrojo a todas y cada uno de las decisiones políticas que atentan contra la vida y la dignidad humana. Y si ello significa correr el riesgo de verse posicionada nuevamente en la historia, que así sea. La historia nos muestra que ser testigos de Cristo ha sido siempre una misión para héroes.
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