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Yo soy la verdad, te dice tu creencia

21 de Diciembre del 2020 - Marino Iglesias Pidal (Gijón)

Y tú, sin paliativos, no tienes otra opción, te lo crees a pies juntillas. A lo peor es una mentira como la Universidad Laboral de Gijón de grande, pero si tú te lo crees, incontrovertible, no puede haber otra verdad para ti.

Así escribo por sugerencia del librito que leí. Me hizo preguntarme por qué se dará sentido a mucho de lo que se lee, que no lo tiene. Una pregunta muy facilona: Por acreditación del que lo escribe.

Ejemplo. El notable pensador (siendo argentino quizá se le quede corto el adjetivo) del librito al que me referí como principio y final escribe: “Perdóname –dijo la flecha a la paloma– huía del arquero”.

Algo que, evidentemente, carece de sentido, pues, para empezar, la flecha no huye, le da una patada en el culo el arquero con el desahogo del arco. Para cualquier cosa que el autor realmente pretendiera decir, sin duda hubiera sido más correcto, por ejemplo: “Dice la flecha: Perdona paloma la pesada broma, solo soy instrumento de un cabrón elemento”. Así sí, ¡pero!

Si esto lo escribo yo, pues nada, una chorrada como tantas otras que se me ocurren, que, naturalmente, nunca verán en un libro. Sin embargo, desgranado por el pensador argentino, (q.p.d.) ahí está publicado. Y, entonces, el personal achina los ojos en gesto de intensa concentración, tratando de hallar el profundo y maravilloso pensamiento que encierra la frase. Y, si lo encuentra, que no tendrá un coño que ver con lo que leyó, sino con lo que creyó que el otro quiso decir cuando lo escribió, se considerará depositario de una gran revelación que le ayudará a navegar en los procelosos mares de la existencia.

Con lo dicho no pretendo restarle ingenio al no mencionado autor. De hecho, he encontrado mucha chicha y gracia en algunos de sus pensamientos, como: “En acto de contrición se rasgó sus vestiduras. Luego se procuró un manto de tela más fuerte para no empobrecer a corto plazo” o “¡Guárdate del deseo y la lujuria de los hombres! –Sí, madre”.

Una tendencia claramente establecida. La obra se ofrece a tus ojos y, para valorarla, lo que miras es el valor de su autor.

Al respecto me viene a la memoria la anécdota que no sé de dónde saqué, ni si será o no cierta: Picasso habla con el carpintero: “Mira, déjame el lápiz”. Coge el papel de envolver el bocata en el banco y se pone a trazar unas rayas allí. Él: “Y aquí, así, en esta forma, le pones unos cajones”... Empapelado su deseo (plasmado en el papel), se interesa por lo que le va a costar el mueble. A lo que el ebanista le contesta: “Para usted nada, maestro, solo écheme una firmita en el dibujo”.

Qué vaina. Es que el ser humano ya nace, genética de la especie, con predisposición a la verdad de otro más convincente que él. Cuestión esta que, desde siempre, han aprovechado los más vivos (no de vida, de vividor) para vivir a costa de los que menos (menos contactos neuronales y otros posibles) tienen.

Esta malhadada tara le lleva a, por ejemplo, procurarse gobiernos como el actual de España.

O a concederle el Nobel a un escritor que le daba por escribir todo seguido (quizá tratando de ahogar a sus lectores) omitiendo los signos. Con lo cual, el lector, al llegar al final de tremenda parrafada, dándose cuenta del absurdo literal del párrafo, tiene que volver al principio para poner por su cuenta las correspondientes comas y así entender lo que, supuestamente, quería decir, con excesiva originalidad, el autor.

Esta cuestión, el deseo de concederles la jubilación por enfermedad a mis ojos y el haber llegado a la conclusión de que, para mí, la lectura más interesante es lo que el propio escribe, me ha hecho tomar la decisión, ya hace tiempo, de dejar de leer.

Porque, además, de mí, sobre todo, hasta lo que no escribo puedo leer.

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