Cuento navideño

28 de Diciembre del 2020 - José Luis Hevia

Gracias a Dios, el coronavirus ha ignorado a la familia hasta la fecha y para una vez que se atreve a atacarnos va a dar con la nieta más fuerte y combativa de la familia, con quien pierde la batalla después de dejarla rebosando anticuerpos. Pero el virus es muy traidor y pensó que debería cambiar de táctica, atacando a los más ancianos de la tribu para doblegar así a la familia, utilizando para este propósito una ágil técnica de guerrillas: pincha aquí, pincha allá, hasta provocarles un estrés insoportable que debilite sus escasas defensas.

Tuvo el virus conocimiento de que los miembros de la familia exiliados por el mundo habían decidido no acudir a la casa materna para las celebraciones navideñas, como solían, al objeto de evitar que el virus pudiera introducirse sigilosamente y pinchar a la familia entera de una sola tacada. Entristecida la materfamilias por la ausencia de sus hijos y nietos, entendió que era su deber proporcionar a sus vástagos, allá donde estuvieran, los productos tradicionales de la Nochebuena que habitualmente llenaban la mesa familiar, haciéndoles así menos traumática la separación. Así pues, empezó a preparar la sopa Gulash, la lengua escarlata receta de la abuela, el queso de la tierra, el turrón de Peñalba y los polvorones del rey en cuyos dominios no se ponía el sol. Viendo el virus la ocasión, decidió torpedear la operación en cuanto le fuera posible. Así, tuvo su primera oportunidad con la sopa Gulash. Estaba la cocinera en plena condimentación de la sopa cuando le pareció que debía añadir un poco más de aceite a la tartera; cuando se dio cuenta, la catástrofe se había producido: la asistenta –aducida sin duda por el virus– había cambiado de sitio los tanques y el aceite que había añadido en la cazuela era, ¡horror! (movimiento del alma causado por una cosa terrible y espantosa), el del tanque del pescado. Pero fue valiente, no se va a notar, decidió, y siguió adelante. Llegado el momento de cocer las lenguas que durante toda una semana habían estado enterradas en sal, a las que se había dado la vuelta, una a una, todas las noches y, horror de nuevo, ¡la vitrocerámica no calentaba! La materfamilias acudió angustiada, a altas horas de la noche, al dormitorio del paterfamilias, que ya roncaba plácidamente. ¡Auxilio, auxilio, no me funciona la vitrocerámica! El paterfamilias rezongó lo que es debido y razonable, pero hubo de levantarse dada su condición de experto en vitrocerámicas. Toma, consulta el manual de instrucciones, le dijeron: si la cocina no enciende, busque la placa, pulse la H y luego el signo +, después el -, durante tres segundos, luego el on si está en el off, después rece tres avemarías y un padrenuestro y, si no enciende, vuelva a intentarlo. Ese era el protocolo de actuación, pero la vitro no reaccionaba. Tendremos que coger las potas y marchar con ellas a la casa del pueblo, sentenció agudamente el experto después de arrojar el manual de instrucciones al cubo de la basura. ¡Estás loco!, contestó la materfamilias, a estas horas, con lo que pesan estas potas, que además se nos van a derramar por el camino. Entonces el paterfamilias tuvo otra idea brillante: quizá la vitro está cansada de tanto cocer y habrá que dejarla reposar un poco. La materfamilias pensó esta vez que la idea no era mala porque así podría descansar ella también un ratito. Quedaron ambos progenitores en agobiante silencio durante unos minutos y, de pronto, la vitro se liberó del coronavirus que se le había subido a la chepa y reanudó la cocción de las lenguas; ¡albricias!, el coronavirus había fracasado de nuevo. Dejando a las citadas lenguas que siguieran reflexionando (término que usaba nuestra asistenta Maruja), decidió la materfamilias que había que empezar a envasar la sopa Gulash en los tetrabriks de la Central Lechera. Pero de nuevo acudió la materfamilias al paterfamilias al grito de ¡no encuentro el embudo, ayúdame a buscarlo! El paterfamilias registró las veintiuna puertas y los ocho cajones de los armarios de la cocina y llegó a la conclusión de que el Quijote tenía razón cuando achacaba todas sus desventuras al encantamiento de un maligno mago, mago que en esta ocasión había tomado la forma de un virus y había escondido el embudo de forma magistral. Pues hay que envasar la sopa ahora, para meterla en el congelador, dijo la materfamilias, no podemos esperar a mañana. Los progenitores pusieron a trabajar a su máxima potencia ambos cerebros y pensaron que el embudo podía sustituirse por una bolsa de plástico a la que se cortara una de sus esquinas inferiores. Puesta en marcha la brillante ocurrencia, pronto descubrieron que era mucho mayor la cantidad de sopa que se iba fuera que la que, con gran dificultad, entraba en el envase. Pero las desgastadas neuronas de los ancianos aún pudieron funcionar unos minutos más y ¡eureka!, ¡la manga del café!: pero el agujero de la manga era bastante mayor que el furacu de la botella (la manga resultó ser la pastelera), con lo cual la sopa seguía cayendo fuera. Pero los progenitores estaban iluminados y decidieron darle unas puntadas al agujero de la manga para adaptarlo al de la botella. Y a partir de aquí las cosas empezaron a ir mejor: el paterfamilias cogía la botella con la mano izquierda, utilizando el mango de una cucharilla desatascadora con la derecha, mientras la materfamilias estrujaba con las dos la sufrida manga. La operación llevó solo una hora, pero los tetrabricks quedaron llenos (y un poco embadurnados, por supuesto, por lo que se decidió envolver la botella con un segundo papel de Navidad). Y, agotados, pero vencedores, ambos pater y mater familias se fueron a dormir avanzada la madrugada.

Al día siguiente se iniciaron las pruebas de envasado, resultando que las cajas que se habían comprado eran pequeñas (el virus no se rendía). Al amanecer ya estaba el paterfamilias comprando en los chinos otras cajas mayores. La materfamilias pudo así meter en la caja la sopa (congelada ya, al fin), la lengua (cocida también, al fin), los turrones, los polvorones, el cabrales, los cochecitos de los niños, el chupo de la nasciturus y los adornos navideños. El paterfamilias puso las etiquetas y la cinta adhesiva a las cajas y la batalla estaba ganada.

SUMARIO: Las peripecias para hacer llegar los productos navideños a los hijos que no pudieron acudir a la casa materna por el coronavirus

DESTACADOS:

La materfamilias empezó a preparar la sopa Gulash, la lengua escarlata receta de la abuela, el queso de la tierra, el turrón de Peñalba y los polvorones del rey en cuyos dominios no se ponía el sol, y viendo el virus la ocasión, decidió torpedear la operación en cuanto le fuera posible

La vitrocerámica no calentaba, un maligno mago en forma de un virus había escondido el embudo de forma magistral, las cajas que se habían comprado eran pequeñas...

Pero el enemigo seguía al acecho. Después de una docena de llamadas a diversas empresas transportistas se consiguió al fin que una respondiera, quien prometió recoger los paquetes por la tarde. Sin embargo, el repartidor se presentó por la mañana. Como los paquetes no estaban aún preparados (al objeto de mantener en el frigo la Gulash el mayor tiempo posible) se marchó de vacío, después de advertírsele que debía volver por la tarde; pero esta fue transcurriendo sin noticia alguna del transportista. Ante la imposibilidad de comunicar telefónicamente, el paterfamilias buscó en su móvil –lo domina– el centro más próximo de la entidad transportista y se presentó en él a ver qué sucedía. No se preocupe, le dijeron, el repartidor irá a recoger los paquetes esta tarde. Pero la tarde seguía transcurriendo plácidamente (es un decir) y el repartidor no aparecía. Al fin sonó el teléfono: el repartidor. Oiga, dijo, que estoy en el número 3 de su calle y aquí no hay quinto piso. ¡No puede ser!, oiga, que no es el número 3 -5º sino el 35, venga aquí a recogerlo inmediatamente. Lo siento, señora, contestó, esa no es mi zona.

¡Nos rendimos; enhorabuena, virus, has vencido, tu artimaña ha sido genial! Pero un hálito de vida pareció dar el último empujón al paterfamilias, quien, agarrando un paquete debajo de cada brazo, consiguió llegar aún a tiempo para embarcar los paquetes rumbo a Madrid y a Barcelona. Y, milagrosamente, ¡llegaron!

Para la próxima ¡está chupao!

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