El (no) año de mi vida
El 31 de diciembre del 2019, a las 23.59, el 2020 parecía prometedor. Iba a ser mi año: acabar el instituto, poner fin al agobio y estrés de 2.º de Bachillerato, la tan ansiada graduación con todos mis compañeros, enfrentarme a la abominable EBAU...
Este tenía que haber sido el verano más largo de mi vida, en el que viajaría con mis amigos, visitaría a la familia que vive lejos, cumpliría los tan esperados 18 y me sacaría el carné de conducir. La banda sonora que retumbaba en mi cabeza cada vez que cerraba los ojos y proyectaba cómo sería este año tan significativo para mí era una mezcla de reggaeton y el mejor pop de todos los tiempos: "Si hay sol hay playa, si hay playa hay alcohol..." (oficialmente de forma legal, como consecuencia de la mayoría de edad) y "The Winner Takes It All" de "ABBA", pero esta vez yo sería esa ganadora alzada triunfante hacia la victoria.
Desafortunadamente, esto nunca llegó a pasar: ni último día de clase, ni despedida con mis compañeros y profesores, ninguna fiesta en la playa, ni ferias ni festivales. Tampoco hubo besos, ni abrazos, ni palmadas de apoyo en la espalda. Todo eso fue sustituido por la ya conocida "distancia social" y una frialdad y lejanía que en muchas ocasiones me ha hecho sentirme tremendamente aislada y vacía.
Por supuesto, eso no ha sido lo peor de 2020. Lo más doloroso es la pérdida de miles de personas, la ruptura de innumerables familias, el contemplar en Navidad esa silla ahora vacía. Ha sido un año malo, desesperanzador, oscuro, que de alguna forma nos ha robado algo a todos. Un año del que me gustaría hacer borrón y cuenta nueva en cuanto suene la última campanada desde la Puerta del Sol. En ese momento comenzará una nueva década en la estaré mucho más cerca de los veinte que de los diez, a pesar de que no sé muy bien qué se espera de mí en mi recién estrenada vida como adulta, porque, y sintiéndolo de verdad, no estaba preparada para esto. No estaba preparada para hacer como si nada cuando mi abuela estaba en un piso, encerrada y sola; para seguir estudiando la EBAU mientras escuchaba a Fernando Simón dar el parte diario de fallecimientos; para concentrarme aun sabiendo que padres de mis amigos estaban en ERTE o que directamente habían perdido su empleo. El drama no era ahora pagar "el capricho del niño" (el viaje con sus amigos en agosto), el drama era hacer malabares con las cuentas para poder pagar la Universidad en septiembre.
De todas formas, mi generación, desde el desconocimiento infantil, ya había experimentado una terrible crisis antes, la de 2008. Sin embargo, como consecuencia de la extremada crispación social y la polarización política, esta me da más miedo. Debemos estar a la altura de las circunstancias y ser mejores y más fuertes de lo que jamás habríamos imaginado. Aunque no podamos estar cerca, nos necesitamos más que nunca. Yo necesito a mi familia y a mis amigos más que nunca.
Despido, con la mayor entereza posible, el año en el que más he llorado en toda mi vida. Y pienso hacerlo perdonando a la naturaleza por haber dado a luz al puñetero coronavirus, perdonando a quienes me hirieron y, lo que es más importante, perdonándome a mí misma por todo. No tengo fuerzas ni energías que gastar en odiar o guardar rencor alguno. Solo tengo ganas de salir a la calle, querer mucho y comerme el mundo.
Lo que sí es seguro es que ha sido un año de cambio: antes mi sueño era ver a mi madre emocionarse de orgullo cuando me pusieran la banda de graduada en el instituto. Mi nuevo sueño es poder dar un abrazo sin miedo a mi abuela.
Deseo, de corazón, que 2021 sea mucho menos catastrófico que lo que dejamos tras nosotros. Ojalá todos los que me han ayudado, escuchado, apoyado, cuidado y querido en este año tan duro inicien una nueva etapa de felicidad y amor. Ojalá todos recuperemos la esperanza perdida en 2020.
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