La política de los malos dioses
El National Mall de Washington D.C. es una acrópolis. La arquitectura de sus edificaciones recuerda a la de la Antigua Grecia. Estados Unidos es un país huérfano de historia, de leyendas. Así que creó su propia mitología en torno a sí mismo. A su sagrada concepción y nacimiento. Si Atenas levantaba templos a sus dioses, como Atenea o Zeus, en la capital estadounidense los monumentos son a sus propios presidentes. A hombres que, como Heracles, se ganaron con sus labores un lugar en el Olimpo. Lincoln, Jefferson, Washington, Kennedy, Roosevelt. Un culto al poder de la presidencia.
¿Qué rayo no hubiese arrojado Zeus a quienes, instigados por su hermano Hades, asaltasen la acrópolis griega? Cualquiera de esos presidentes habría también descargado su furia ante la revuelta sufrida en el Capitolio e instigada por el presidente, Trump que, a pesar de todo y precisamente por su cargo, también cuenta con su propio culto.
Los dioses no tenían por qué ser buenos, sabios, generosos o prudentes. También podían ser envidiosos, crueles o déspotas. Y, sobre todo, ególatras.
Si de ellos no debíamos esperar nada bueno, tampoco de los hombres, aunque sean presidentes. Uso el masculino, por cierto, conscientemente en razón de la historia.
A estos, como a cualquier cargo representativo, les debemos exigir un compromiso mayor. Una clara ejemplaridad. Una sincera vocación de servicio público. A estos debemos controlarlos dividiendo el poder y depositándolo en diferentes manos.
Un control que ha de ser también público por parte de quienes los eligen. Ciudadanos que tengan conocimiento y no solo opinión. Conocimiento en base a los hechos. Hechos que se adentran más y más en una espesa bruma desde que el periodismo lidia con su propia crisis, demasiado compleja para detallar aquí.
Las redes sociales, ante el espacio cedido por los medios, han tenido un enorme impacto en lo ocurrido. En ellas, la ignorancia de los hechos se entreteje con la manipulación y el ciego fanatismo.
A esto debemos añadir que muchos dirigentes políticos han olvidado, por falta de práctica, el idioma de sus ciudadanos y se expresan con galimatías. No son tampoco capaces de garantizar convincentemente a la minoría política, aunque se niegue a serlo, el libre ejercicio de sus libertades y la defensa de sus derechos, creyendo así que están rodeados por enemigos.
Además, el miedo a perder su posición socioeconómica atrae a un gran número de personas hacia discursos populistas que generan expectativas falsas, alimentan la desconfianza hacia las instituciones y horadan la relación entre representados y representantes. Discursos cuyo afán por encender incontrolablemente las pasiones de los propios, y contar con su fiel defensa en la arena política, dividen a las sociedades y hacen del espacio democrático de convivencia una enorme zanja en la que se amontonan los cuerpos sobre los que esos crueles dioses quieren mantenerse en pie. Displicentes, soberbios y fríos como la piedra de sus propios monumentos.
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