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Un periodista español en la era Carter

21 de Enero del 2021 - Antonio Parra (Piedras Vivas)

El 20 de enero de 1977 asistí a la jura presidencial del presidente Jimmy Carter. Fue mi primera crónica como corresponsal de Pyresa y LNE, enfrentándome a un mundo apabullante donde todo era grande: los ríos, las ciudades, las montañas, las distancias. En América todo lo humano tiene cabida.

Vi pasar a las mujeres más hermosas y elegantes y en los despeñaderos del Bowery en Manhattan me crucé con los seres humanos más degradados, los locos, las putas, los exconvictos, los veteranos de la guerra de Vietnam que se dieron al trago. Es un inmenso y poderoso país donde todo tiene asiento, desde lo sublime a lo degradante. Era un lujo para mí abrir el “New York Times” todas las mañanas, algo que entusiasmaba a mis dos grandes maestros, ambos gallegos, Blanco Tobío y Celso Collazo.

La estancia de casi cinco años en Nueva York alteró mi forma de ver el mundo y hasta cambié físicamente, pues engordé veinte kilos, y es que a la comida que compraba mi mujer en las grandes superficies, particularmente la leche, le echaban polvos finos.

Ayer por televisión reviví mis vivencias de hace 44 años y es que Joe Biden, por su estilo suave lleno de lenidad, me recuerda un poco a Jimmy Carter (Jimmy Who pues nadie comprendía cómo un manisero de Georgia con pinta de aldeano hubiera podido llegar a sentarse en el despacho de la Sala Oval).

Estados Unidos es una nación que siempre sorprende, te deja perplejo, no puedes por menos de amarla u odiarla. Trump, con todo lo que dicen algunos mastuerzos que desconocen la historia y la idiosincrasia de los norteamericanos, me aterra por su gran poder y por el omecillo que siente hacia España y me emociona por su dura grandeza, no era del redil.

Cometió muchísimos errores. Venía del mundo del ladrillo, con la construcción se hizo millonario, y no era lo que se dice un WASP (White, anglo, saxon, protestant) una elite con carácter liberal que ganó todas las guerras excepto la de Vietnam. Trump no era más que un advenedizo del dinero que morirá jubilado en ese cementerio de elefantes que es el Estado de la Florida, donde residen los neoyorquinos jubilados.

Aquel día de San Sebastián Gerald Ford, el presidente saliente, le dio a Jimmy Carter los trastos de matar, esto es el maletín nuclear.

A esta hora no sé si Trump, que era refractario a ejecutar tal obligación en el traspaso de poderes, lo habrá hecho. Carter fue el precursor de Reagan, quien apostó por ganar a los rusos la guerra de las galaxias saliendo victorioso en el intento. Obtuvo ventaja en la carrera armamentística y espacial (edge and leveredge) afianzándose como primera potencia mundial. Preparaban ya los poderosos servicios de inteligencia norteamericanos la caída de la Unión Soviética, honor que le cupo a George Bush padre en la reunión a bordo del “Tireless” una tormentosa víspera de Navidad.

Como el piso en que vivíamos en Manhattan se llevaban más de medio sueldo nos trasladamos a vivir en un adosado en Staten Island, a hora y media de la ONU. Para ir a Nueva York tenía que tomar un barco, el ferry de la Isla de los Muertos.

Allí nacieron tres de mis cuatro hijos, y a mi mujer, asturiana le gustaba más Nueva York, excepto las nevadas, que Londres. Era un barrio judío y recuerdo que cuando llegamos el vecino nos trajo una tarta y una jícara de café. Era un israelita del que me hice muy amigo y conversamos largo y tendido, una vez estuvimos dándole a la húmeda toda la tarde arreglando el mundo, cada uno con sus propios puntos de vista.

En la casa de más allá residía una familia alemana, Dieter y Hannelore, que no querían hablar de su pasado nazi.

Venida la Navidad, los judíos celebraban la Janucha y colocaban en el parterre de entrada un gran candelabro con las luces encendidas. Los italianos para no ser menos exhibían un belén y un Niño Jesús monumental. María José se hizo amiga de una japonesita casada con un norteamericano. Fue una gran experiencia multiétnica.

Tuve algunas dificultades con el Departamento de Estado por mis críticas a Kissinger, el abrazo a Carrero Blanco, el coche que voló, etcétera.

Sin embargo, la grandeza de los USA estriba en el First Amendement de la Constitución de Jefferson, que garantiza la libertad de juicio y la libre expansión de las ideas. Y a mí me respetaron, aunque estuvieron a punto de expulsarme del país.

En la era Carter se diagramó la transición en España. Santiago Carrillo daba conferencias en Columbia, Felipe González visitaba a Rockefeller.

Los del PSOE renunciaban al marxismo de Pablo Iglesias y se uncían al carro de la democracia capitalista.

Mis colegas Hermida, Cirilo Rodríguez, Alberto Valverde, Foix el de “La Vanguardia” y Maraña o Julio Camarero se deshacían en elogios a los nuevos jaques políticos del posfranquismo. Y de paso ponían el cazo en demanda de una posible sinecura.

Yo, humilde corresponsal español, en medio de aquel ambiente de cascadas turbulentas, trataba de nadar y guardar la ropa para ganar las aguas válidas de la orilla, sin renunciar a la defensa de los valores y espirituales que hicieron insigne a nuestro país entre los gringos.

Pude sondear que en el fondo sentían admiración hacia el imperio español desde nuestra derrota en el 98; tan es así que copiaron para su escudo de la insignia de los Reyes Católicos el yugo y las flechas, el yugo de la unidad y la labor y las flechas del poderío. Por eso y por otras muchas cosas más no me cabe otra opción que desearle a Joseph Biden éxitos en su gestión. Por todo esto y mucho más: God bless America.

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