La mascarilla en el teatro
Mi amiga Isabel, que vive felizmente confinada en Rota, me ha sugerido que escriba sobre una experiencia que he tenido recientemente en el teatro a causa de la puñetera mascarilla, un invento que nos puede evitar contagios, pero que es un incordio de categoría para nuestra vida diaria familiar, profesional o lúdica. Y es en esta última faceta en la que me ha tocado vivir un auténtico drama durante la representación de “El Caballero incierto” en la sala Margarita Xirgu, en el recinto del Teatro Español de Madrid, un teatrillo de apenas 8 filas que se alinean en vertical al escenario.
Yo estaba sentado en la última fila y nada más empezar la función noté que el caballero acomodado en el asiento de delante no paraba de mover la cabeza y de carraspear, como si estuviera a punto de darle un ataque de tos. Debió pasarlo muy mal el hombre hasta que superó un trance que solo duró unos minutos pero que a él y a mí nos parecieron eternos.
Después de este angustioso episodio me pude relajar para seguir un genial monólogo de Silvia de Pé, que hace magistralmente dos papeles, el segundo de los cuales coincidió cuando yo empecé a notar un picor de garganta que iba a más a medida que subía en intensidad el interés de la obra. Como no tenía ni agua, ni pastillas, ni nada, para mitigar mi angustia decidí que antes de empezar a toser como un descosido y a montar el numerito en mitad de la función lo mejor sería salir del teatro, tarea inútil porque debía pasar por encima de varias personas antes de llegar al pasillo y a unas escaleras verticales, no veía un pimiento y me podía accidentar. Entretanto tenía la sensación de que la actriz me estaba hablando y de que todo el teatro giraba en torno a mí. Cerré los ojos, pensé que estaba soñando y cuando los abrí de nuevo se me había pasado el picor.
¿Sugestión? Quizá. Nunca lo sabré, pero lo que sí tengo muy claro es que no vuelvo al teatro sin una botella de agua y todo tipo de pastillas para la garganta.
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