Oviedo Rock 2020

24 de Enero del 2021 - David Fernández García (La Corredoria)

Animados por el cartel y por el síndrome de abstinencia, acudimos al “Oviedo Rock” en la Fábrica de Armas. Como es sabido, allí ya no se fabrica nada, aunque con una mínima inversión, tal vez cuatro o cinco cristales rotos más, podría albergar una fábrica de cubitos de hielo. Aunque si pretenden llevar el espacio a un tema cultural y sin inversión alguna, yo se la ofrecería como plató a la productora de alguna serie de zombis o incluso a “Cuéntame” viendo los derroteros que está tomando. Al grano. Con la entrada sacada con anterioridad en una mano, el DNI en la otra, un termómetro apuntando a mi frente y un enjabonado de manos, recibimos el visto bueno para acceder a este exclusivo recinto pensado para la práctica y el disfrute de la música. Digo yo, porque no se entendería si no cómo teniendo estupendos espacios en la ciudad del nivel del Filarmónica, el Campoamor o incluso un Auditorio, se nos mete aquí. Sea como fuere, entre vallas avanzamos hasta la nave elegida para celebrar el evento. El criterio de selección es un misterio para mí; a simple vista, todas parecen a punto de caerse. Quizá los encargados de la seguridad, que podían pasar por miembros de una franquicia de la asociación nacional del rifle, con algunas trazas de Proud Boys, lo supieran. Al menos a quien tuve el placer de obedecer era todo delicadeza y mano izquierda. Derecha, mejor. Tanto que una vez sentado en la pegajosa y fría silla de plástico, se paseó por mi cabeza la escena de “La naranja mecánica” donde el drugo psicópata interpretado por Malcolm McDowell aparecía atado a la silla y con unos hierros en los párpados que le impedían cerrarlos...

Y todo esto puntuales, por supuesto, no fuera a ser que nos perdiéramos el taller de guitarra para chavales que precedía a la actuación de “Soultans”. Se dio la circunstancia de que uno de los profesores del taller es miembro del grupo que actuaba a continuación, motivo que no importó en absoluto a los padres de las criaturas para justo terminar su prole de destrozar el mítico “High way to hell” de “AC/DC”, levantar el campamento e irse. Eso sí que fue una lección. Qué mejor ejemplo de respeto y agradecimiento por la clase recibida que largarte sin ni siquiera escuchar un tema del cabeza de cartel que además tu hijo acaba de telonear. Alguien puede imaginarse a estos mismos padres acompañar a sus críos a un taller de fútbol impartido por un jugador de Primera División y que al acabar se ponga de corto y junto con otro crack formen dos equipos, echen un partido, y ellos en primera fila ¿van y se largan? Seguro. Pero yo me quedé a disfrutar de esta especie de surrealismo musical posapocalíptico que alcanzó su cenit mientras sonaba “Johnny B. Goode” desde el escenario y en la platea parecíamos ancianos en un geriátrico intentando lo que el cuerpo ya no nos deja. Y es que el rocanrol no es solo una buena banda encima del escenario. Qué va. El rocanrol es lo contrario a la distancia social, a las mascarillas, a no poder saltar... El rocanrol es sudar y gritar muy alto “¡Go, go. Go, Johnny, go, go!”, y tan lejos de ello estaba todo aquello que no me acerqué el resto del fin de semana a menos de dos manzanas de La Vega. Y con la entrada sacada para Josele, Campillo y Rafa Kas... Qué pena. Para finalizar el esperpento bien arriba, una tétrica voz en off nos invitaba a esperar en nuestro sitio mientras se procedía a la evacuación del recinto. Madre mía. Os aseguro que al salir de la nave miré a ambos lados por si algún caminante, Negan o la abuela de “Cuéntame” se me abalanzaba. Y casi fijo que los chicos de la franquicia española de la ANR con trazas de Proud Boys se olían algo porque no nos dejaron ni despedirnos y nos echaron raudos y veloces de tan agradable lugar, sin duda por nuestro bien.

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