Comiendo palomitas
Hace tan solo catorce meses, nadie sospechaba que íbamos a vivir una pandemia mundial con más de cien millones de personas contagiadas y más de dos millones de fallecidos hasta la fecha. Lo veíamos en las películas y comíamos palomitas. Las amenazas que por entonces imaginábamos más factibles consistían en una tercera guerra mundial o una invasión de extraterrestres, incluso que nos cayera un meteorito. Ilusos.
Y de repente empezó todo y todo cambió, aunque tardamos en darnos cuenta.
Mirábamos hacia China y nos maravillaba cómo levantaban, casi de un día para otro, hospitales de campaña para miles de enfermos. Pero aquí estábamos tranquilos porque un señor con aspecto y voz de haber dormido poco y que parecía saber mucho de epidemias salía por la tele a decirnos que: “España no va a tener más allá de algún caso aislado diagnosticado”. Luego supimos que ese señor rubio y despeinado ya disponía en ese momento de un informe de la OMS advirtiendo de tomar medidas porque se nos venía encima algo muy serio. Pero se le traspapeló el informe mientras comía almendras. Pasaban los días, crecían los contagios, mirábamos cómo se cerraba Italia y seguíamos comiendo palomitas. Aquí teníamos que esperar a que la niña celebrara su fiesta que para eso le habían dado un Ministerio. Y una vez la fiesta terminó (memorable Paloma San Basilio en Eurovisión), pasamos de tener “algún caso aislado” a decretar un estado de alarma y decirnos que no podíamos salir de casa porque en las calles campaba a sus anchas un peligroso virus. Y aplaudimos. Y resistimos gracias al “Dúo Dinámico” (por cierto, no he vuelto a oír la canción ni en los resúmenes de Fin de Año). Y a los pocos días todos pasamos a ser profesionales de riesgo y a exigir una cuota del aplauso de las ocho. Veíamos en la televisión imágenes del mundo vacío y cogíamos otro bol de palomitas. Pasaban los días y no quitábamos los ojos de una curva que subía y subía y había que aplanar, pero no sabíamos cómo. Pensamos que, quizás usando mascarilla, pero nos decían que había un comité de expertos velando por nuestra salud y que descartaban el uso de la mascarilla. Luego nos enteramos de que tanto las mascarillas como el comité de expertos eran imprescindibles, pero ambos brillaban por su ausencia. Cuando por fin hubo mascarillas (de las buenas) nos obligaron a ponerlas y a no quitárnoslas más. Pero no importaba porque el rubio y despeinado virólogo nos hacía reír al atragantarse con una mentira (digo, almendra) mientras que a nosotros lo que se nos estaba atragantando era la vida. Cuando el experto epidemiólogo por fin se cambió de jersey, la curva se aplanó y aprendimos la palabra “desescalada”. Y salíamos de casa como los ratones, en silencio y aprisa para volver rápido a resguardarnos. Y llegó el verano y nos dejaron ir a la playa a darnos un baño de “nueva normalidad”. Y con el otoño la nueva normalidad se transformó en “segunda ola” y mi abuela abría los ojos como platos cuando escuchaba a su querido Pedro Piqueras hablar de toque de queda. Llegó diciembre y se encendieron las luces de Navidad y nos explicaron cómo ser responsables de 17 maneras distintas. Y cuando se apagaron las luces de la Navidad se encendió la luz al final del túnel porque había una vacuna. La alegría nos duró unas horas porque se nos abalanzó la “tercera ola” con más fuerza que en la canción de la Jurado, y el experto virólogo nos echó la culpa por comer demasiado turrón. Volvimos a las palomitas. Se hicieron listas para ponernos la vacuna ordenadamente, pero igual que ocurrió con los aplausos de las ocho, todos pasamos a ser imprescindibles o de riesgo. Y comiendo palomitas vimos cómo el Lazarillo de Tormes no solo vive en los niños de mísera infancia del siglo XVI.
Pasó también que, mientras mirábamos cómo China levantaba hospitales, a los CEO de las farmacéuticas se les ponían los ojos como los del Tío Gilito y se frotaban las manos más que nosotros con el gel hidroalcohólico. Ellos sí que supieron vaticinar lo que se nos venía encima. Hicieron sus números y les salieron de un verde muy brillante, más brillante que el verde fosforito que utilizaba mi sobrina cuando dibujaba el “bicho malo que no me deja salir de casa”. No importa que esté en juego la salud mundial, las farmacéuticas han hecho honor a su fama y han negociado como negociaría un turista en el Zoco de Marrakech. El turista por diversión y ellos por avaricia aplicando una macabra regla: a más contagios, más miedo, más necesidad de la vacuna. Y mientras seguimos comiendo palomitas, las jeringuillas no se llenan y las cepas del virus se vuelven más mortíferas.
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