Lo que no se cuenta de la iglesia de San Juan
El pasado 20 de diciembre fallecía mi querida hermana Cristina como consecuencia de una rápida y feroz enfermedad, lo que nos llenó de impotencia, dolor y zozobra...
Sacudidos por la pena y la tristeza, tras las incineración de su cadáver, se procedió a la celebración del funeral el 22 de diciembre en la iglesia de San Isidoro el Real, a las 13.00 horas para, a continuación, trasladar las cenizas a la capilla cineraria de San Juan, según rezaba la esquela, con aprobación horaria por los servicios funerarios.
Aquí comenzaron nuestros problemas. Cuando nos dirigíamos hacía allí, una persona allegada nos llamó para decirnos que la iglesia la acababan de cerrar para irse a comer en horario de 14.00 a 16.00 horas. Totalmente perplejos, llegamos a la iglesia para encontrarnos con que, ciertamente, allí sólo estaba el cortejo fúnebre con las cenizas de mi hermana.
Tras la espera en la calle de las cenizas, los tres huérfanos hijos, madre y resto de familia, uno de mis hermanos se dirigió rápidamente a la casa parroquial, en la calle Fray Ceferino, para buscar al párroco y pedirle explicaciones y que nos abriera el templo, pero, bueno, antes de que le diera tiempo a llegar, le llamamos para decirle que tras veinte minutos de espera había aparecido una señora, y que nos habían abierto la puerta. En ningún momento apareció un representante de la Iglesia (con mayúsculas), o sea, un cura, ni un sepulturero, ni persona con responsabilidad alguna.
Accedemos a la capilla para depositar las cenizas, y encontrándonos una escalera de mano de acceso al nicho, la lápida retirada y algún tornillo de la misma (no todos), lo cual demuestra que la capilla estaba sobre aviso, ¡tuvimos que hacerlo todo nosotros!, todo esto, insisto, dentro de la mayor perplejidad y ante la insistencia de la citada señora para que dejáramos las cenizas por allí (como si de un paquete se tratara) y regresáramos por la tarde. De hecho, tuvo que ser uno de mis cuñados quien, auxiliado por el chófer de la funeraria, a quien mando un afectuoso saludo, saliera a buscar un destornillador a los taxis que nos esperaban, ya que allí no había nada ni nadie para poder sellar la losa del nicho. Los curas, sin aparecer. Así que tras mirarnos unos a otros y hundidos por la pena y la rabia de lo que estaba sucediendo, le rezamos unas oraciones y le dimos, nosotros ¿cristiana? sepultura...
Menos mal que lo pudimos hacer, porque (permítaseme, a pesar de las circunstancias, un poco de sorna), según los responsables de la iglesia de San Juan, debíamos habernos ido a comer con las cenizas de mi pobre hermana bajo el brazo, para volver en horario adecuado para ellos. Todo esto a pesar, insisto, de que la esquela de las honras fúnebres, organizadas de forma impecable por Santa Lucía, decía claramente que la entrega de las cenizas era a continuación del funeral, por lo que digo yo, que quizás en San Juan estuvieran avisados...
Pero no, no acabó aquí la cosa. A los pocos días, uno de mis hermanos acudió a la iglesia de San Juan para hablar con el párroco y pedirle alguna explicación que nos resultara coherente. En primer lugar, por ausencia del párroco, habló con un sacerdote que con corrección y con una educación exquisita le escuchó y se excusó lamentando la situación que se había creado, indicándole a mi hermano que en aquel momento hacía su aparición el párroco, un tan don Fernando (el mismo que publicó unas memorias en este diario).
Pues bien, este señor fue con mi hermano de todo, menos agradable o educado. De mano, sin saber ni siquiera quién era (que luego resultó que lo sabía de sobra), y haciendo gala de una chulería (al menos una falta de educación supina), contestó con un seco. «Ya lo está haciendo», al requerimiento de mi hermano para hablar con él. Tenían un funeral en poco tiempo y, entonces, mientras mi hermano hablaba con su espalda (ya que este tipo no le dio la cara en ningún momento) le dio un empujón al abrir un cajón para coger sus atalajes eclesiásticos, lo que hizo que mi hermano perdiera la compostura ante tal desfachatez por parte de este párroco, que profirió sapos y culebras contra nosotros, llegando incluso a cuestionarle a mi hermano que si mi hermana Cristina no había recibido una cristiana sepultura, a lo que mi hermano, enrabietado y mordiéndose los labios, contestó que sí, pero que se la habíamos dado nosotros, ya que la Iglesia no se había preocupado en lo más mínimo, y menos sus sacerdotes, a lo que este señor contesta que para que necesitábamos un cura, ¡no te fastidia! Si lo sé llamamos a un imán, que habría mostrado más caridad.
Curiosamente en el reportaje publicado por este diario en días posteriores (LNE 05/01/09) se pone en boca del citado párroco «ha sido mi consigna y no estoy pesaroso: las cosas esperan, las personas no».
Llegados a este punto decido escribir esta carta, que agradezco que el diario que usted dirige publique a la mayor brevedad, y de la que envío copia al Arzobispado, con el único propósito de recibir una excusa por parte de este señor don Fernando, o de quien corresponda, para permitir que, tanto la memoria de mi hermana fallecida, como el buen nombre de la Iglesia no queden enturbiadas ni oscurecidas por las malas actuaciones de quien sólo se acuerda de sus buenas acciones en sus memorias, olvidándose de que la virtud consiste en la humildad, reconociendo cuando algo se hace mal, y sobre todo, olvidándose de para qué son los sacramentos, cuales son, y cómo se debe dar cristiana sepultura.
¡Qué pena!
In memóriam, para nuestra hermana Cristina,
PD. Don Fernando, que Dios le perdone.
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