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La "positividad" del covid

10 de Febrero del 2021 - Ismael Almanza Riesco (Pola de Siero)

Puestos a buscar el lado positivo de la pandemia, seguro que lo encontramos ("...buscad y hallaréis"), porque no hay nada en el mundo que sea absolutamente malo. Ya lo decía mi madre: "Muy mala tiene que estar una tortilla para que no esté buena". Ya no sería tortilla. Y si echamos la mirada al campo de los seres vivos, los animales y plantas más odiados y venenosos suelen ser los más apreciados por la investigación por sus cualidades curativas. Tal vez lo más pernicioso tengamos que buscarlo entre los seres humanos. Pero aun aquí, por mucha maldad que encierre la humanidad, siempre encontraremos magníficas porciones de bondad tanto a nivel colectivo como individual (organizaciones y personajes ejemplares a escala mundial y otros igualmente ejemplares de nuestro entorno cotidiano).

Desde los tiempos de la Grecia clásica sabemos que el ser humano es un animal social, lo que significa que individuo y sociedad se implican recíprocamente: ninguno de los dos tiene sentido sin el otro. La suma de las bondades individuales es lo que constituye una sociedad buena, a la vez que una buena sociedad (la gobernada correctamente) hace buenos a los individuos. Romper ese vínculo sería nuestra perdición. Me temo, sin embargo, que llevamos largo tiempo instalados en una deriva rupturista que nos está conduciendo a una autosuficiencia falaz, sustentada en el consumismo exacerbado.

Volviendo a la búsqueda de la positividad, citaremos en primer lugar (con todas las reservas morales, por supuesto) algo que encaja perfectamente con nuestro sistema capitalista, y que no es otra cosa que el enriquecimiento desmedido de una banda de desalmados sin escrúpulos, dedicados a traficar con el sufrimiento humano, ya sea con mascarillas, respiradores, vacunas o ataúdes. Una banda de insensatos que, cegados por la codicia, son incapaces de verse a sí mismos inmersos en el naufragio y de entender que "todos -esta vez sí- somos iguales ante la ley". La ley de covid, por mal que nos pueda sonar, está muy por encima de la miserable aplicación de la ley humana. Otra positividad es la aportación a la población de un bagaje léxico verdaderamente espectacular. La lista de neologismos y barbarismos, generalmente unida a cifras estadísticas es poco menos que inabarcable: pandemia, antígenos, asintomáticos, virólogos, epidemiólogos, incidencia acumulada, índice exponencial, peceerres, rastreadores, protocolos, derivados... Todo este profuso caudal léxico-tecnicista tal vez transmita la sensación de dominio y protección frente al virus, pero cuando lo único que se entiende verdaderamente es la cifra de los muertos, esa supuesta escafandra verbal se convierte en una indumentaria absolutamente patética. Solo ha servido para incrementar el miedo a la vez que para perder el respeto a la agresividad del virus, cuando debería ser precisamente lo contrario: "salvar"..., "salvar"..., "salvar"..., en vez de salvarnos a nosotros mismos.

La principal lección de la pandemia es la más difícil de descubrir, porque nuestras mentes, como una brújula oxidada, están desorientadas ("...por ir al Norte fue al Sur, creyó que el trigo era agua"). Esa lección oculta no es otra que el descubrimiento de las últimas causas, la verdadera etiología de la catástrofe. Todo apunta a la voracidad ilimitada del sistema capitalista que acaba devorando cuanto de provecho encuentra a su paso, sin el más mínimo respeto al orden de la Naturaleza, y, naturalmente, ésta se rebela de la única manera que puede hacerlo, es decir, utilizando las piezas descompuestas en la hecatombe. El resultado es el caos climático y medioambiental, la ruptura del equilibrio ecológico, que es tanto como decir la destrucción del escudo protector de la vida en el planeta Tierra.

Desde los primeros momentos de la pandemia tuvimos la intuición de que algo estábamos haciendo mal, que nuestro estilo de vida no era el más recomendable, que necesitábamos cambiar y que íbamos a cambiar por fin a partir de la superación del desastre. Parecíamos dispuestos a celebrar el auto sacramental de la contrición universal. Al empezar la desescalada del confinamiento se nos habló repetidamente desde las altas instancias gubernativas de "la nueva normalidad", pero ya en esos momentos, tras el agobiante periodo de encierro forzoso, la sociedad no estaba en condiciones de entender el significado de tal expresión, si es que tenía en realidad algún significado. El común de los mortales ya tenía la mente puesta en la recuperación de "la antigua anormalidad", como su nicho seguro, desvinculado totalmente de la presencia del virus. Da la impresión de que no hemos aprendido nada (no hay aprendizaje sin aprehendizaje), no hemos avanzado nada, más bien parece que ha habido un retroceso en la comprensión del desastre cuando todavía el virus se encuentra haciendo estragos entre nosotros. Se echa en falta, a escala internacional, una labor pedagógica conjunta de la ciencia y los sistemas educativos que instruya verdaderamente a la sociedad y empuje a los gobiernos a emprender reformas estructurales profundas antes de que se cumpla la profecía de Jorge Riechman: "la comprensión plena de lo que estábamos haciendo llegó al mismo tiempo que nuestra destrucción plena"

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