Oviedín de mi corazón
Quizá sea por su aspecto lúgubre y melancólico, o por su curiosa costumbre de sorprendernos cada fin de semana con unos nubarrones más grandes que la propia ciudad, pero Oviedo tiene la genial cualidad de ser una ciudad que gana con lluvia. Cuando las gotas de agua bañan a “la muy noble y leal”, se desprende un aura particular de entre sus calles. El ambiente se decolora bajo una pálida gama de grises y se impregna de un olor de colonia de abuelo: Oviedo viste clásico, con capa y gabán, sombrero y, por supuesto, paraguas. Cuando sus detractores hablan, es recurrente escuchar que la ciudad es rancia, monótona y anticuada, pero yo lo tengo claro: Oviedo tiene un estilo y una presencia envidiables. Y esta miel no se hizo para la boca de aquellos.
En este sentido, si es usted un turista de siestas al sol mañanero con sus consecuentes pasarelas de quemazos, un buscador profesional de primeras líneas de playa mediterránea o un fotógrafo de atardeceres, no creo que encuentre entonces nada de su interés en las siguientes líneas. Si, por el contrario, fuera usted un peregrino de todas y ninguna parte, un don nadie en busca de identidad, que un sábado cualquiera no tiene a donde ir y se digna a escribir sobre su ciudad, entonces sí, le invito a acompañarme en esta empresa.
Para pensar y disertar sobre Oviedo es menester personificarla y observar qué relación mantiene con sus gentes. Es en este “quid pro quo” que establecen sus habitantes con la ciudad en sí donde se identifican y canalizan los sentimientos. “Oviedín” es, como su diminutivo sugiere, un señor bonachón, de fuerte presencia y elegantes andares, un poco vanidoso y bastante hablador. Las historias que de él surgen se pueden escuchar como ecos de otra época, retumbos por entre sus trasnochados muros. La ciudad despierta melancolía, quizá zozobra, inquietud, en aras de preservar su carácter misterioso. Su corazón, la Catedral, habla por sí solo: es sincero y directo, incansable buscador de verdad. No se deja amedrentar por temporales ni neblinas, más bien los acepta y se mezcla con ellos. Así, la Catedral y la lluvia forman un uno en su más pura armonía.
Sentir Oviedo como propio exige de una mirada sobre lo bello, pero no necesariamente bonito. Es un llamamiento a la hierofanía de la que habla Eliade, un sonar de lo sagrado sobre las impertinencias de los que aquí llamamos “babayos”. Oviedo es historia clásica y, como garantiza esta categorización, siempre lo será. Lo sagrado se manifiesta de forma espontánea, entre sus ambientes fúnebres y sus plazas sombrías. Es una ciudad que garantiza la inefabilidad del ser.
Vetusta es muy presumida y selecta, no admite a cualquiera. No está hecha para gustar a nadie ni para demostrar ninguna cualidad reseñable en agencias de viajes. Es una ciudad para la que hay que afinar el morro. Ahora bien, si eres de los afortunados, su carácter te impregnará y, en el mejor de los casos, serás un bienaventurado peregrino. Eso sí, cuando menos te lo esperes, te encontrarás preguntándole a tu propio hijo por su apellido, pensando frívolamente de qué pueblo vendrá y cuántas casas tenía allí.
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