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Retrocontemporáneos

10 de Marzo del 2021 - José Luis López Tamargo (Oviedo)

Marc Augé, antropólogo de lo transitorio y etnólogo, ideó el concepto de “No Lugar”. Día a día, el urbanismo, la demolición de la familia tradicional, los estilos de vida colonizadores y la dinámica de un capitalismo émulo de “Blade Runner” traen consigo componentes de “extrañeza ante el mundo”, cosificación, relaciones de pura fachada superficial, “no lugares” de preceptivos trámites de paso. Con carencia de lazos fraternales, de pertenencia emocional o arraigo duraderos. El mundo es tecnología en acción y racionalidad instrumental a tope. La identificación como sujetos viene a través de un lector de código de barras, una tarjeta plastificada, una clave o contraseña, una encriptación. Somos dígitos, DNI y unos tiques de compra en un gigantesco súper de las afueras, anónimo y surtido, donde no existen ni por asomo los vínculos humanos de las antiguas plazas de mercado local. Se está perdiendo la riquísima facultad de pegar la hebra o conversar con gracia, cara a cara. Es algo primitivo. La gente cada vez habla menos, salvo con su terapeuta. Han vencido los memes y tontorrones emoticonos, el exhibirse, ser visto y comunicarse sucedáneamente a través de telepantallas, muy funcionales y útiles, remedio frente a distancias insalvables y miedos a relacionarse presencialmente por la pandemia disuasoria. Se prodigan la “obesidad digital”, la miopía galopante, las dependencias y patologías tecnológicas en sociedades-laberinto de soledades. Las nuevas tecnologías son herramientas formidables de progreso y eficacia, con casi infinitas aplicaciones en todos los campos, pero también suponen ambivalencia. En Japón, las adicciones tecnológicas se denominan “hikikomori” –reclusión o aislamiento, en español–. Los filósofos y sociólogos nos hablan de transhumanismo, de “cavernas electrónicas”, de dar paso a lo telemático avasallador, virtual y “ludificado”. A un mundo muy rentable para las grandes compañías tecnológicas, con mil y una distracciones que aplacan nuestro vacío. Creo que si no sabemos apreciar los gestos sencillos de sociabilidad y solidaridad cercanas –tan ricos aún en toda España–, tal vez estemos perdiendo lo mejor de nosotros mismos como grupos humanos: el pinchín de tortilla, la botellina de sidra compartida, la fiesta alegre, la gastronomía, el vivir no tan azotados por un individualismo con orejeras. El compaginar avances con calidad de vida.

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