Un campo más amplio
En mi adolescencia me percibía guiado por los valores de la autoridad y el orden. Como todo adolescente, mi moral era el respeto a la autoridad y el mantener el orden que se me imponía. Dicho de otro modo, aún vivía el cuarto estadio, según G. Kolhlberg. Pero todo ello a esa edad no me era obstáculo para rechazar visceralmente todo lo que significaba el sportinguismo de algunos de mis compañeros. Cuando me enteré, por ejemplo, de que con el tiempo el nivel del mar subiría, hasta llegué a desear que fuese pronto para ver si se tragaba de una vez el viejo Molinón. ¡Qué tiempos! Aún no me guiaba por principios universales. Pero, gracias a Dios, pronto todo fue cambiando. Así que, unos años más tarde, fui comprensivo con el adolescente de la familia (que no mataba una mosca, por lo demás) que se apuntaba al partido Gijón-Oviedo: claro, se presentarían en Gijón escoltados y todo, y como valientes numantinos. Como yo hacía años, el adolescente vivía en un mundo de amigos y enemigos, en un mundo en blanco y negro.
Uno va descubriendo no solo la necesidad de relacionarse con uno mismo, sino también la de responder a los otros. La clave de nuestra identidad está en esa relación con los otros. Nadie puede vivir sin un espacio de confianza, sin que existan otros que confíen en él. Este proceso de maduración lleva tiempo. Por lo que pienso que el pecado de Adán y Eva fue adelantarse en el tiempo y creerse ya unos dioses. Pero la vida tiene su ritmo. Por otra parte, para llegar a ser un buen cristiano, por ejemplo, hay que ser antes una buena persona. El valor de nuestras vidas está en lo que hemos hecho por los demás (S. Mateo, 25); en nuestra apertura a toda cultura distinta, diría P. Ricoeur.
Hoy me siento en deuda, en primer lugar, con los buenos creyentes que tanto se preocupan por los afectados por la pandemia de una u otra manera; también con los que pretenden seguir paso a paso el camino de Jesús. No olvido a los enfermos que tanto siempre me enseñan. Pero también reconozco mi deuda con los más alejados y no creyentes, los que no piensan como yo. No quisiera ser timorato como San Pedro en algún momento, ni como el testarudo de Santiago. No sé qué sería yo sin ellos. Reconozco que debo a los que no piensan como yo muchas palabras que hoy alientan mi vida entre corrientes de pensamiento y sensibilidades tan distintas. Algo así me parece que reconocía San Pablo.
Y no quiero olvidar, por último, a nuestra sociedad española. Quiera Dios que llegue ese momento en el que sepa aprovechar los recursos que aporten unos y otros. En el que nadie se aferre a sus ideas o creencias y sepa abrirse a los demás. En la que todos propongan los "goznes" sobre los cuales puedan girar de nuevo nuestras preguntas y esperanzas comunes.
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