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Fallecimiento de un amigo

9 de Marzo del 2021 - Pedro Mieres Barredo (Oviedo)

Hace bien poco que se ha muerto. Era un hombre normal por su vida y por su actitud ante ella, y no fue eminente ni insustituible, ni sus enormes méritos han conmocionado a la sociedad, así que sobre eso no hablaremos.

Nos conocimos en cuarto de Bachillerato en el Colegio del Corazón de María de Gijón (en aquella época a los cuarteles se les denominaba colegios). Él venía de tercero y yo repetía curso, probablemente para esperarle. Él era un buen estudiante. Yo no. Pero por alguna razón aquel año Rivero (nuestros apellidos se utilizaban como nombre) bajó un poco su rendimiento académico y uno de los curas se lo hizo saber delante de toda la clase. Eran aulas de 35 alumnos, por lo menos, y había leña casi a diario. Pero leña. No me llamó la atención la reprimenda que aquel cura le lanzó en público, pero sí la respuesta de un chaval con el que hasta ese momento yo no había tenido una especial relación. “Has bajado mucho tu aplicación, terminó, ¿qué ha ocurrido?”. “Es que antes no conocía a Mari Pili”, fue su respuesta.

Bastantes de aquellos educadores carecían de las luces mínimas para interpretar casi nada referente a la formación, así que en vez de sorprenderse de estar ante un chaval de 13 años con una dosis humorística descomunal, nacida a partir de una inteligencia mayor, y que le permitía no solo alcanzar esa respuesta sino manifestarla en público ante un elemento siniestro vestido de negro hasta el suelo, cuya sola presencia infundía terror, el educador se sintió atrapado en una situación para la que no estaba preparado y que no sabía manejar, así que en vez de celebrar la respuesta desde arriba, tal era su posición, la zanjó desde abajo con un nerviosismo fruto de su insuficiencia, y con amenazas y advertencias de ponerlo en conocimiento de la madre (viuda) del que después sería mi gran amigo.

El chaval no es que no fuese alto, es que era bajo, pero así y todo Elena, llegada de Cuba, cuando conoció a Pedro Joaquín (ese era su nombre) se enamoró de él. Vamos, que se enamoraron. Y una mañana de verano, en la playa San Lorenzo, Rivero salía del agua con una mirada tan clara que Elena, que le esperaba en la arena, quedó fascinada ante aquel hechizo y solo pudo musitar: “Huy, que ojos tan bonitos, ¿de dónde los has sacado?’”. “Venían con la cabeza”, le respondió.

Formaron una familia y él se dedicó a la empresa (más de una) y con altibajos. Pero fueron bien.

SUMARIO: Anécdotas compartidas a lo largo de toda una vida

DESTACADO: Una persona buena, escéptica e inteligente, con un constante y manifestado sentido del humor. Y un amigo extraordinario. No sé si se puede pedir más

A Rivero le gustaba la buena comida y no despreciaba el vino; últimamente prefería el de Toro. En la Plaza Mayor de Valladolid hay un restaurante que tiene un altillo al que se acede por unas escaleras interiores. Estaba allí por motivos de empresa y dio con aquel establecimiento. Primero se tomó una sopa castellana, después un cocido castellano, después unas truchas a la navarra, después un buen cordero y para finalizar unas peras al vino. Le encantaban las peras al vino, y algunos aseguran que era por las peras. El caso es que una vez que terminó de comer bajó aquellas escaleras saludando a los aplausos de los camareros que le aguardaban en el piso de abajo.

Y así fue creciendo. No en altura, que a esa edad ya no se puede, pero crecía.

Una noche llegó a casa a una hora a la que su mujer, Elena, no encontraba explicación, y se lo hizo saber. “Ya te había dicho que tenía un entierro”, le aclaró. “Pero Pedro, el entierro era a las cinco de la tarde”, replico su esposa. “Es que el muerto se resistía, Elena”.

Mi mujer y yo teníamos un coche flamante, recién comprado. Ellos fueron de los primeros en estrenarlo, y al salir del mismo mi amigo zarapicó un poco y empujó la puerta del coche contra una pared. Elena le recriminó. “¡Pedro, por favor, ten cuidado!”. Rivero se volvió irritado: “¡Elena!, ¿el coche es nuestro, acaso?”.

En las comidas o cenas en las que nos juntábamos unos pocos, su esposa casi siempre terminaba insistiendo sobre los innumerables defectos y manías de su marido, quien resignadamente la escuchaba sin dejar de masticar. Ella bebía agua y el resto bebíamos vino. Una noche, tratando de zanjar una de esas largas acometidas de su esposa, sin dejar de masticar se volvió hacia ella con afecto: “Elena, no bebas más agua, sabes que te hace daño”.

Hace bastantes años que tuvo su primer meneo físico y lo llevaron al Hospital de Cabueñes. Rechazaba los hospitales, por miedo, pero lo llevaron y estaba bastante asustado. Para empezar, a la camilla que le asignaron en Urgencias accedió por la parte de los pies, trepando hasta arriba, y sin necesidad de ser de Bilbao. Llegó el médico y le formuló la pregunta de rutina: “Hola, ¿cómo se encuentra?”. “Aquí estoy doctor, en el lecho del dolor”. El médico trataba de saber si estaba orientado en tiempo y espacio, y le hizo dos preguntas más, pero no conseguía hacerse con él debido a que le respondía de la misma manera. Así que fue más directo. “¿Usted siempre habla así?”. “No, a veces escribo”. A partir de ahí normalizó sus respuestas y todo transcurrió bien.

Todo muy normal, un mundo normal alrededor de una persona buena, escéptica e inteligente, con un constante y manifestado sentido del humor. Y un amigo extraordinario. No sé si se puede pedir más. Le seguiré echando en falta, especialmente al otro, aquel chaval que en sus 13 años despertó mi admiración al verle ya capaz de burlarse de la vida, vestida de negro hasta el suelo.

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