Esquelas
Leo todos los días el periódico LA NUEVA ESPAÑA en papel y, al llegar a las esquelas, experimento siempre una sensación extraña y contradictoria. Por una parte, siguen interesándome tan poco como cuando era joven y tiendo a saltármelas, pero, por otra, sé que es una obligación inherente a mi edad echarles un vistazo, consciente de que son lugares cada vez más frecuentados por gente de mi quinta. La solución intermedia que encontré a esta pulsión contradictoria es leerlas, pero a toda hostia, cruzarlas como se atraviesa de noche un descampado. Solo me paro si detecto un nombre o apellido familiar, una localidad tocante a mi toponimia afectiva o un rotundo mote que me restalle en la memoria, esa Polaroid que saca fotos que no envejecen y solo se difuminan.
Ayer me paré en seco ante un apelativo sacado de la lista de los reyes godos. Los apellidos me confirmaron que se trataba uno de mis primeros clientes, un joven estudiante que acudía puntual a todos mis catálogos de nuevas adquisiciones, comprando siempre libros referidos a Asturias. Un día, no sé cuándo, dejó de venir y otro día, tampoco sé cuándo, dejé de enviarle los catálogos, cansado de malgastar dinero en sellos de correo. Y nunca más apareció por mi librería ni por mi vida hasta ayer.
Es triste constatar que la esquela me dio más información sobre él que la que había acopiado en algunos años de trato. Aunque, si bien se mira, una esquela es una biografía comprimida y, leída sagazmente, dilucida una vida hasta extremos insospechados. Cualquier esquela es el principio ideal para una novela policiaca.
En fin, solo se trataba de tener un recuerdo para este antiguo cliente, pero la cosa se fue alargando.
Quede la reflexión de que las esquelas son una especie de lápidas de papel y que los lectores de periódico todas las mañanas nos asomamos a la tapia del cementerio. Un recuerdo para los muertos y que nos esperen allí muchos años.
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