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El control de los contratos públicos

8 de Septiembre del 2010 - José María Estrada Janáriz

El artículo de Alejandro Huergo que apareció en este periódico el pasado 18 de julio hace una serie de afirmaciones que se lean como se lean deja en muy mal lugar a los funcionarios públicos y puede que también a los políticos, pero fundamentalmente a los primeros.

Veamos. Dice el profesor titular que el contratista no recurre las adjudicaciones de los contratos porque «le interesa mantener buenas relaciones con un cliente (la Administración) tan relevante» y porque «la derrota en un concurso puede compensarse con la adjudicación de otro». Todos sabemos que la Administración, como persona jurídica, habla por medio de sus ministros, consejeros, funcionarios, etcétera. Por tanto, esas buenas relaciones, forzosamente, tienen que ser con una o varias personas determinadas y que tengan capacidad para tomar decisiones o para proponerlas. En Asturias, la capacidad de decisión corresponde a los consejeros y la de proposición, a los funcionarios. Efectivamente. En primer lugar, en el proceso de adjudicación de un contrato interviene un funcionario, el cual, a la vista de las distintas ofertas, elabora un informe con una propuesta de adjudicación. Seguidamente, esa propuesta es sometida a una mesa de contratación que está presidida, en la gran mayoría de los casos, por el secretario general técnico de la Consejería (aunque con una excepción, en esta legislatura todos son funcionarios del Principado de Asturias o de Ayuntamiento) o por quien esté a cargo del Servicio de Contratación o de Servicios Generales (siempre un funcionario); luego, forman parte de ella un interventor delegado (funcionario), un letrado del Servicio Jurídico (funcionario) y un representante del Servicio que promueve el contrato (funcionario). También hay un secretario, pero sin voto. Por tanto, las personas a las que necesariamente se está refiriendo el autor del artículo que comento, aunque él prefiere dirigirse a ellas bajo la cobertura que ofrece el término «Administración», tienen que ser alguna de éstas, pues no otras intervienen en el proceso de adjudicación. Entonces, una de dos, o el contratista tiene muy buenas relaciones con los miembros de la mesa y con el autor del informe sobre la adjudicación del contrato (personas que proponen la decisión al Consejero) o mantiene muy buena relación con éste (persona con capacidad para «sugerir» que le presenten una propuesta determinada). Pero esto último no es suficiente, porque si la propuesta no favorece a quien pueda querer el Consejero, éste, salvo enorme riesgo personal, no adjudicará la obra a alguien distinto del que le proponga la mesa, a no ser que el Consejero le haga indicaciones al autor del informe, éste, sumisamente, las acepte elaborando un informe «ad hoc» y el resto de los miembros no técnicos de la mesa no lo capte, precisamente por esto, por no ser técnicos. A pesar de ello, en mi experiencia personal he visto más de una vez a la mesa obligar al autor del informe a realizar uno nuevo.

Por esto decía al principio que el artículo nos deja mal a los funcionarios en todo caso y al político no siempre. Resulta patente que somos esos funcionarios, a los que, según el autor del artículo, el contratista teme, porque supone que nos parece mal que alguien impugne las decisiones que coadyuvamos a tomar y, claro, nuestro afán vengativo nos llevará a hacer lo imposible para que quien recurra no vuelva a ser objeto de adjudicación alguna.

Por otra parte, dada la tardanza con que resuelven los tribunales es muy fácil que, interpuesto un recurso, cuando se dicte sentencia, el cargo político de turno ya no esté en su puesto, incluso que hayan cambiado los miembros de la mesa, entonces esas buenas relaciones que se tenían serán inútiles y habrá que empezar a trabajarse unas nuevas. Además, si como dice el profesor, los contratistas que no recurren son los que contratan muy a menudo con la Administración, quiere ello decir que esos funcionarios ya les habrán propuesto muchas veces como adjudicatarios, por lo que no resultará fácil, de repente, empezar a hacer informes donde las proposiciones de esos contratistas díscolos reciban una valoración técnica muy baja.

Subtítulo:

Los procesos de adjudicación en el Principado, vistos desde dentro: una defensa del papel de los funcionarios

Destacado 1:

La sospecha en las contrataciones públicas no se puede disipar porque en la Administración del Principado de Asturias ninguna de las personas que intervienen en el proceso, salvo contadísimas excepciones, debe su puesto a un concurso de méritos, sino al generoso dedo del consejero o a la «comisión de servicios»

Destacado 2:

Esta situación beneficia a los políticos, en los años que llevo en la Administración, que son unos cuantos, no he visto nunca un Consejo de Gobierno (y los he visto integrados por el PP, PSOE e IU) preocupado por acabar con un sistema en el que el número de puestos de trabajo que se cubren mediante «libre designación» aumenta incesantemente (jefes de servicio, coordinadores, asesores), donde prima la confianza personal y el amiguismo

Destacado 3:

Otro de los puntos álgidos de la cuestión se centra en los criterios de adjudicación, es decir: si el único criterio a valorar va a ser el precio o, si además de este, se van a tener en cuenta otros que, al contrario de lo que ocurre con el precio, no pueden ser valorados de forma totalmente objetiva mediante una fórmula

En mi opinión, el problema del control de la contratación pública no está en lo que dice el artículo, sino en ver si el sistema permite la sospecha de la falta de independencia e imparcialidad de los funcionarios con capacidad para proponer adjudicaciones. Y la respuesta es: sí. La sospecha no se puede disipar porque de todas las personas que he citado, en la Administración del Principado de Asturias, ninguna, salvo contadísimas excepciones, debe su puesto a un concurso de méritos, sino que se lo debe al generoso dedo del Consejero (que, no olvidemos, es quien personifica al órgano de contratación) o a la «comisión de servicios», cuando no se trata de que quien elabora el informe con la propuesta de adjudicación es un funcionario interino. Es decir, la mesa de contratación está integrada por personas que, al menor descontento con quien los puso en su puesto de trabajo, pueden perderlo, lo que lleva aparejado cierto quebranto económico.

Si ahora, como todo investigador, nos preguntamos a quién beneficia esta situación, la respuesta me parece muy clara: a los políticos (quizá debería decir a los politicastros). Por eso, en los años que llevo en la Administración, que son unos cuantos, no he visto nunca un Consejo de Gobierno (y los he visto integrados por el PP, PSOE e IU) preocupado por acabar con un sistema en el que el número de puestos de trabajo que se cubren mediante «libre designación» aumenta incesantemente (jefes de servicio, coordinadores, asesores), donde prima la confianza personal y el amiguismo sobre el mérito y la capacidad. Esto es lo preocupante y no la probidad de los funcionarios. Dicho en otras palabras, lo preocupante no es que ocurra lo que dice el profesor (pero que no prueba ni a modo meramente indiciario) sino que el sistema no garantiza que no pueda llegar a ocurrir. (Sobre la «libre designación», los lectores de este periódico han estado puntualmente informados de los varapalos que nuestros tribunales vienen propinando a las últimas relaciones de puestos de trabajo, precisamente por el abuso que se hace de este sistema de provisión de puestos).

Otro de los puntos álgidos de la cuestión se centra en los criterios de adjudicación. Es decir, si el único criterio a valorar va a ser el precio o, si además de éste se van a tener en cuenta otros criterios que, al contrario de lo que ocurre con el precio, no pueden ser valorados de forma totalmente objetiva mediante una fórmula. El Tribunal de Cuentas viene insistiendo mucho en esta cuestión, aunque con poco éxito. La cuestión suele ser muy debatida. Los juristas tendemos a pensar que los criterios para elegir uno u otro medio están bastante claros en la ley y que, en consecuencia, la gran mayoría de los contratos de obras deberían adjudicarse atendiendo únicamente al precio. Los técnicos, no obstante, tienen otro punto de vista: a veces las obras encierran cierta o mucha complejidad y hay que garantizar que los eventuales contratistas conozcan perfectamente el proyecto que van a ejecutar, que presenten una buena programación de la obra y que analicen las incidencias que se puedan presentar, cuestiones todas éstas que no cabe tener en cuenta si el único criterio de adjudicación es el de la proposición económica más baja.

Otra crítica del profesor se refiere a que, una vez adjudicada la obra, el político es rehén del contratista, ya que si aquella no acaba en plazo, los votantes se echarán encima de él formulando todo tipo de críticas sobre su capacidad de gestión. Sobre este presupuesto, la Administración (¿quién de la Administración?) cedería, a la mínima, ante cualquier presión del contratista, con tal de que este acabe la obra en plazo o en el momento que interese al político (¿politicastro mejor?), por ejemplo, cuando hay una importante cita electoral a la vista. Ante esto he de decir que los funcionarios no somos personas indiferentes a la realidad social y política en la que vivimos y trabajamos, por lo que también nos interesa que las obras se terminen en plazo, que se terminen bien y que, en consecuencia, sirvan lo mejor posible al fin social que animó su ejecución. Por lo tanto, el director de la obra (funcionario), aunque nadie se lo exigiera, con independencia de lo que piense el Consejero de turno, es el primer interesado en evitar problemas con el contratista y, en la medida que la ley lo permita y el buen fin de la obra quede garantizado, hará lo que esté en su mano para evitar retrasos. Pero en este caso estamos como en el ya analizado. De lo que se trata no es de saber si el director de la obra es o no un probo funcionario, sino de que, siéndolo, nadie tenga motivos para pensar que no lo sea. Se trata de que sea probo y, además, de que lo parezca porque hay un sistema legal que nos invita a pensar que esto es así, pues el funcionario no le debe nada a quien está al frente del órgano de contratación.

Veamos ahora lo de los tribunales administrativos para resolver recursos en materia de contratación administrativa. Siempre según el artículo al que contesto, habrá dieciocho (uno para la Administración del Estado y uno por cada una de las diecisiete comunidades autónomas). Sin embargo, el autor del artículo sólo se fía de el del Estado «que tiene al menos la ventaja de que va a estar formado exclusivamente por funcionarios». Como he dicho, esto no es garantía de nada, dependerá de la situación administrativa de los funcionarios que vayan a formar parte de estos tribunales administrativos.

Finalmente, el articulista supone que la creación de estos tribunales muestra el ánimo de «evitar que los auténticos tribunales se ocupen de esta clase de recursos», ya que las garantías de imparcialidad de que habla la ley «son ilusorias». Lo son si las personas que los van a ocupar tienen como único mérito gozar de la confianza de quien los nombre. Y, por otro lado, si la confianza que le merecen al profesor los tribunales de justicia se basa en su independencia e imparcialidad, habrá que decirle que los funcionarios que deben su puesto de trabajo, al igual que los jueces en alguno de los grados de su carrera, a sus propios méritos gozan de la misma independencia e imparcialidad que los jueces, y sobre todo si nos creemos que esto es así y nos damos cuenta de que no servimos al Gobierno de turno, sino a la Administración. A este respecto, finalizo con unas palabras del señor Rodríguez Zapatero cuando, con motivo de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña y respondiendo a una crítica sobre la actitud de la Abogacía del Estado, dijo que los abogados del Estado no son abogados del Gobierno, sino, como su propio nombre indica, del Estado, y esto es lo que, como funcionarios, no debemos perder nunca de vista: somos funcionarios de la Administración, no del Gobierno que ocasionalmente la ocupa. Y el Gobierno y los miembros que lo forman deben respetar y tener en cuenta esta circunstancia. Después vendrá el control de la actividad administrativa por parte de los tribunales de justicia, por supuesto, pero que todos actuemos teniendo en cuenta la distinción entre Administración y Gobierno ya sería un buena forma de controlar la contratación pública y ofrecer confianza al ciudadano.

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