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El divorcio engendra divorcio

25 de Abril del 2021 - Ángel García Prieto

Hace ya un buen número de años, cuando era un psiquiatra joven, leí en un libro entonces puntero, titulado “Manual de Psiquiatría Infantil” de Julián de Ajuriaguerra, la frase que da título a este artículo. No recuerdo si era suya o simplemente él la usaba tomada de otro autor de referencia. Me llamó mucho la atención y a lo largo de los años la sigo valorando como una aseveración cada vez más certera, porque encierra una realidad evidente, que cada día se sigue comprobando en el ejercicio de la psiquiatría y la psicología.

En nuestras consultas cotidianas son innumerables los pacientes que están divorciados; llegan con una frecuencia mucho mayor que la de aquellos que viven casados, con pareja estable. El motivo es doble: por un lado, el divorcio muchas veces se lleva a cabo en parejas en las que una o las dos partes tienen trastornos psíquicos, porque las consecuencias de su alterada conducta y convivencia socavan la unión conyugal. Por otra parte, está también muy claro que la convivencia con otra persona que tiene, por ejemplo, un severo trastorno de personalidad límite, narcisista o esquizoide; o que padece una grave depresión mayor crónica, o un trastorno bipolar importante o una psicosis, u otras patologías psíquicas de relevancia, es bastante difícil.

Sumario: De las consecuencias negativas que genera la ruptura matrimonial

Destacado: Los hijos de divorciados se divorcian, a su vez, en mayor proporción estadística que aquellos que han crecido en familias estables

En otros muchos casos es el divorcio lo que causa el trastorno psíquico, en personas que hasta la ruptura convivían bien en la unidad familiar y comienzan a sufrir psicopatología, con consecuencias emocionales, afectivas y conductuales de mayor o menor severidad, por la separación. En todas estas situaciones se afectan padres e hijos. E incluso abuelos, pues es también un hecho constatado que son cada vez más las personas mayores que llegan a la consulta con un trastorno ansioso y/o depresivo porque su hija o su hijo se han separado y porque sus nietos manifiestan trastornos conductuales o afectivos consecuentes a la ruptura de sus papás. Y, por fin, también es claramente constatable y hay que remarcar que los hijos de divorciados se divorcian, a su vez, en mayor proporción estadística que aquellos que han crecido en familias estables.

En fin, el divorcio es malo por lo menos en dos generaciones y en muchos casos en más. Quizá en algunas situaciones conyugales la separación pueda ser la salida a situaciones de muy mala convivencia y no cabe otro remedio que admitir el divorcio como un mal menor. Pero también se ven muchos, muchos casos en que las separaciones se llevan a cabo por una mala gestión de afectos, emociones y conductas, que podrían en un buen número de ocasiones arreglarse con una psicoterapia psicológica de pareja, con un tratamiento de los problemas con intermediaciones de familiares y/o amigos de verdad y de sentido común. Y, sobre todo, con la clara idea de que eso de que “he perdido el amor” es una moda nefasta, una frase de película, una pobre interpretación seudorromántica de que el amor es un sentimiento enternecedor.

El amor es la voluntad de querer hacer una vida junto con otra persona, con sus momentos buenos y malos, con ascensiones al séptimo cielo y caídas a la bochornosa bronca. El amor es una familia, con una pareja, unos hijos, si los hay, y una parentela secundaria que hay que luchar por mantener con la mayor felicidad de la que seamos capaces de ir creando a lo largo de una vida, a la vez que nos peleamos con todo lo que esta trayectoria nos vaya poniendo por delante. Y cuando haya problemas que se nos van de las manos, los psicólogos, los psiquiatras, los intermediadores nos podrán ayudar, qué duda cabe. El divorcio: lo último. Aunque sea una plaga. Y también para que deje de ser una plaga.

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