In memoriam

29 de Abril del 2021 - Rafael Gutiérrez Amaro (Linares)

El día 22 de marzo moría en Granada Lourdes García Jódar, tenía 62 años, y un cáncer de páncreas fulminante acabo con su vida. Dos meses de enfermedad. Todo muy rápido. Lourdes había nacido en Jaén, pero la mayoría del tiempo, por los múltiples avatares del acontecer diario, lo paso fuera de su tierra. Realizó la licenciatura de Farmacia. Pero Dios, ese Dios celoso que pasa y llama: ¡La llamó! La llamó para que recorriera otros caminos, para que abriera inmensos surcos de amor, para que forjara nuevas sendas de vida verdadera. Dios la llamó, y ella dijo: ¡Sí! Un sí tan rotundo y firme que nunca lo dejo aparcado: “Aquí estoy, Señor, porque me has llamado”. Era numeraria del Opus Dei. Entregó a Dios su cuerpo y su alma, su voluntad, su entendimiento, sus alegrías y sus penas, sus fantasías de juventud y sus anhelos cuando la madurez llama a la puerta. Entregó su vida por entero: ¡Y así vivió! Vivió sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte, con gallardía, con hábil destreza, haciendo que la heroicidad anónima fuese el sello de su identidad. Era sin ser. Brillaba en la oscuridad, pero con la sencilla humildad de Jesús: su Maestro, su Esposo, su Dios y su Todo. Hace poco tiempo, en una meditada reflexión, llegué a la conclusión, pienso que acertada, de que no podía existir religiosidad sin virtud, o dicho de otra manera, como decía San Josemaría: “Que las virtudes humanas eran y son el firme sustento de las virtudes sobrenaturales”. Y lo entiendo perfectamente porque creo que Jesucristo no andaría bien: entre la mediocridad consentida, entre la basura nauseabunda, entre lo corrupto de un estiércol maloliente, entre las diversas cloacas de algunas inmensas urbes, y entre rateros de lujo. Allí, en esos lugares, no está Dios. Dios estorba. La soberbia, en concreto, impide claramente la llegada de Dios; de ese Dios nuestro, tan tuyo y tan mío, y que tan apasionadamente ama. Y digo esto, porque pienso que por esta razón Lourdes vivió su vida con la callada sencillez de la ejemplaridad humilde. Vivió para entregarse a los demás de lleno, pero no con la aparatosidad estridente del que quiere una medalla. Porque para ella la medalla era su cariño; era su amistad sincera; era su confianza en los demás; era el amor a la libertad, cosa esta que había aprendido de San Josemaría, y que San Josemaría plasma en aquella homilía: “La libertad de los hijos de Dios”. Y en esta misma línea de amor ilimitado, podemos decir –sin temor a equivocarnos– que Lourdes amaba al mundo apasionadamente, entre otras razones porque amaba a Dios su Creador, y entre otras porque San Josemaría su fundador dejo para su obra, el Opus Dei, un mensaje: clarividente, nítido y rotundo; los miembros del Opus Dei tienen que amar al mundo apasionadamente, porque el mundo, con sus alegrías y con sus penas, con su belleza y con su maldad, es el lugar de su encuentro cotidiano con Jesucristo. Cuando, en enero, Lourdes se enteró de su grave enfermedad, lo recibió con paz y sosegadamente, aunque lógicamente sintiera –en lo más profundo– el zarpazo de ese no saber que ante estos hechos nos desconcierta a todos; y recordaría “entre las tremendas heridas: físicas y morales, del hecho consumado” el suave bálsamo de aquellas palabras de San Josemaría: “Hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la Santísima y Amabilísima voluntad de Dios sobre todas las cosas. Amén. ¡Amén!”. Palabras estas que podríamos enlazar con estas otras: “Bendito sea el dolor, amado sea el dolor, santificado sea el dolor”. Para entender estas palabras, y que no resulte un escándalo desmedido, es necesario mirar a Cristo en la cruz; y mirarlo allí en aquel patíbulo ignominioso, sabiendo que allí se realizaba la redención de cada hombre y de cada mujer. Y mirando también, como muchos lo vimos, el paso del catafalco fúnebre de nuestra querida Lourdes, nos podemos preguntar, como también lo hizo el Vicario de la delegación del Opus Dei en Granada, don Javier Palos Peñarroya, en su homilía de la misa exequial: ¿Y por qué, Señor, tan joven? ¿Y por qué, con tanta energía vital? ¿Y por qué ahora? Ahora, cuando aún, esta persona –la Lourdes angelical– que estaba llena de ese humanismo desbordante que contagiaba a todos, podía hacer tanto en esta tierra maltrecha y desolada. Ciertamente este “porqué” es difícil de contestar, pues puede muy bien entrar en el halo de ese misterio desbordante que es el caminar terreno del hombre y de la mujer sobre la tierra. Pero la respuesta también puede estar “en qué Dios coge las flores de su Edén terreno en el momento en el que están mejor preparadas”. Por otro lado siempre, ante esto, hay una respuesta clara: “Dios sabe más”. Y también esta otra: “Los caminos de Dios no coinciden con los caminos de los hombres”. Y ahí tenemos a Lourdes ¡Esta Lourdes! qué con su afán apostólico desbordante y lleno de esplendorosas maravillas está ya en el cielo. Allí está para cumplir el objetivo final: “Dar perpetuamente gloria al Creador y Dios soberano”; “Vivir con Él, con esa energía eficacísima que tenía, y con la que tendrá hasta el fin de los tiempos”. Lourdes, hasta siempre. Queremos darte un hasta siempre sosegado, aunque las lágrimas corran por nuestras mejillas y aunque sintamos especialmente el corazón palpitante y hondamente dolorido. Y, antes de terminar, un encargo final: cuando llegues ante el trono celeste del Dios soberano, y veas a su lado a María su madre, Nuestra Señora de Torreciudad, a la que tú amabas tanto, dile, con la ternura de buena hija, que nos acoja entre los pliegues de su bello manto y que como el Niño Jesús nos podamos quedar acurrucados contemplando absortos su belleza y su hermosura. Queridísima Virgen de Torreciudad, ruega por ella. Virgen amantísima de Torreciudad, ruega por nosotros.

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