De mi corazón a mis asuntos
Elogio del maestro, elegía por el amigo
En Gijón, como del rayo, se nos ha muerto Fernando Menéndez Viejo, con quien tanto queríamos. Su desaparición inesperada nos arrasó como un golpe de galerna dejándonos sin velas, desvelados y, entre las rocas, rotos. No venimos, sin embargo, a levantar un muro de lamentaciones. Venimos a verter en el cuenco de esta página el dolorido sentir por el hermano perdido, encendiendo la llama del recuerdo y del afecto como quien cumple un rito antiguo. Dónde encontrar consuelo cuando todo lo inunda y lo trastorna la pleamar invasora de la muerte. "Arrímate conmigo a un tronco y llora". Mas llorando al amigo, ¿no lloramos ya por nosotros mismos? Consuelo, sin embargo, y esperanza, eso buscamos cuando, estrujando nuestra pena, intentamos desesperadamente hacer brillar sobre el desastre un arcoíris de palabras.
Había nacido Fernando el 19 de octubre de 1940, en una casa aledaña a la tapia del Seminario, en la prestigiada colonia del Prau Picón, un Fiésole de Oviedo, diminuto; un Gianicolo modesto en su nobleza, prendido en el costado sur de la nobilísima Vetusta. No le venía el prestigio al Prau Picón del relumbrón de grandes fortunas; veníale de apellidos lustrados por generaciones de cultura. Los Manzanares, con el Ara pacis en su jardín; los Berenguer; los Castelao; los Pérez Montero, del "chalé rosa", discretos mecenas de seminaristas escasos de recursos; los Aguadé, con los que Fernando correteó de niño por las calles y jardines del barrio.
La de Fernando era una de esas familias que imprimían su sello de excelencia a aquella comunidad refinada. La casa de los Menéndez Viejo venía a ser un conservatorio en miniatura, como si cada miembro de la familia hubiera venido al mundo marcado con un destino musical: El padre, fallecido prematuramente en el 48 de una tuberculosis contraída durante el asedio, en el que combatió junto a los voluntarios de Ladreda, era un tenor muy valorado en los círculos musicales ovetenses; la madre, nacida en Oviedo de una familia llegada de Bilbao con la empresa Ferrocarriles del Vasco, tenía una voz privilegiada y era experta al piano; Andrés, hermano mayor y único de Fernando, fue niño cantor en la primera Escolanía de posguerra en Covadonga, alojada en la antigua Casa Capitular frente a la Basílica.
Durante el cerco de Oviedo, los Menéndez Viejo se habían refugiado en el edificio esquinero entre las calles Caveda y Foncalada. Allí cayó una bomba de la aviación gubernamental el 10 de septiembre del 36; el proyectil fue perforando todas las plantas hasta explosionar en el sótano donde produjo la mayor matanza de civiles por acto de guerra de los sitiadores. Los Menéndez Viejo salieron ilesos porque, por alguna razón ignota, desoyeron la alarma y se quedaron en el salón, junto al piano. La bomba pasó de largo con su carga de muerte.
Fernando ingresó en el Seminario Menor de Covadonga el 2 de octubre del 52, con un centenar largo de bulliciosos "pipiolos", de los que apenas una veintena, inmunes al desaliento, culminarían el recorrido pautado, recibiendo las Sagradas Órdenes en Marzo del 64. Con las credenciales musicales bien acreditadas, fue recibido con los brazos abiertos y, en adelante, portado en palmitas por aquella aristocracia filarmónica patrocinada por Lauzurica y Torralba, un obispo melómano. En aquel medio de elitismo musical un tanto excluyente, los que habían venido al mundo "sin oído" eran una especie de ilotas, expulsados de la vida del espíritu casi con espada flamígera, sin otra alternativa para redimirse que estudiar latín a troche y moche y darle al balón patadas a lo bruto. Tal vez de esa condición privilegiada, del saberse preferido de los dioses, le venía a Fernando aquel halo de bonhomía condescendiente que nimbaba su persona, tamizado por un humor carballón, clariniano, que le permitía reírse, o por lo menos sonreír, incluso de lo que duele o da pena.
Doctores tiene la musicología que han reseñado doctamente en la prensa regional los hitos profesionales y la contribución de Fernando al repertorio. Aquí hablamos solo de lo suyo con nosotros. Nos mandaba por Navidad un audio con alguno de aquellos villancicos, con letra de Olivar, a los que dio música y voz. "Vino una noche de luna", mi preferido, lo escuchaba tantas veces que vivía buena parte del año con el ritmo de la melodía y con la prodigiosa voz de Fernando resonando en mi cabeza. Ahí siguen esos ecos, prendidos en las oquedades del recuerdo como gloriosas estalactitas sonoras. Cuando glosé ese villancico en un artículo ("Era su nombre Jesús", 2.1.16), le afloró a Fernando la veta bilbaína y me reprochó (como quien dice "¿Hay que decírtelo todo?") que no hubiera puesto la URL. No hacía falta ser un lince para entenderlo.
"Qué detalle, Señor, has tenido conmigo" alcanzó amplísima difusión internacional. En una gira por América, el Papa lo utilizó en un retiro para sacerdotes. Con tan poca fortuna que, en aquel trance, el bueno de Francisco tenía desactivada la aplicación de infabilidad y, por default, atribuyó la autoría al P. Casaert, un cura belga y cantarín, apóstol de los de guitarra en ristre, que ya quisiera cantar como Fernando. El Papa no tuvo el detalle, con Olivar y Viejo, de rectificar. La canción es un aliaje perfecto, singular por lo improbable, de lo sagrado y lo profano; una voz que se alza desde un fondo de melancolía en el que se puede percibir, sin aplicar mucho el oído, el latido doliente de la experiencia vocacional: "La pesanteur et la grâce"; la lucha con el ángel; las travesías del desierto en las noches sin alba del alma. Acantilados vertiginosos frente a los cuales los frescos racimos con que tienta la carne se desdibujan como inocentes preludios o divertimentos inocuos.
Vuelvo a escuchar "Qué detalle". ¿No es, en el fondo, un lamento? "A las aladas almas de las rosas/ del almendro de nata te requiero, /que tenemos que hablar de muchas cosas, / compañero del alma, compañero". Inútil saquear elegías ajenas. Todo está dicho, salvo reconocer la deuda: aprendimos de Fernando, como de Bach, de Händel, de los grandes, que la música no es un lujo de la vida ni un ornato del alma; es una maroma que nos amarra a lo trascendente: "Esa aria antigua qué despierta en mi" (Tristán, acto 3º). Ejecutados los últimos compases de la partitura de una vida vibrante y creativa, aborda Fernando sin transición la obertura de "aquella música que es de todas la primera", "la música callada, la soledad sonora, la cena recrea y enamora". Ainsi soit-il!
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