La vida es símbolo y ritual
Modestamente pienso que los personajes que componen el jurado de los premios “Princesa de Asturias”, sobre los que, en su mayoría, no tengo referencias, deben haber sido seducidos (o poseídos, vaya usted a saber), dado el perfil artístico ¿satánico, subversivo, obsceno, transgresor?, de la galardonada con el de las Artes 2021, la serbia Marina Abramovic; de ella han destacado “la valentía en la entrega al arte absoluto y su adhesión a la vanguardia”.
Desgraciadamente, a los que somos paletos provincianos con exiguo gusto y conocimiento sobre arte contemporáneo, siempre tan subjetivo, esta señora y sus performances, literalmente, nos perturban y acojonan.
He aquí tres ejemplos conocidos:
Uno.- Colocó sobre una mesa 72 objetos que la gente le permitiera usar en la forma que ellos eligieran. Entre ellos había tijeras, un cuchillo, un látigo, una pistola y una bala. Durante seis horas la artista permitió a los miembros de la audiencia manipular su cuerpo y sus acciones.
Así resumió la artista la experiencia: “Aprendí que si se deja la decisión al público, te pueden matar... Me sentí realmente violada: me cortaron la ropa, me clavaron espinas de rosas en el estómago, una persona me apuntó con el arma en la cabeza y otra se la quitó. Se creó una atmósfera agresiva”.
Dos.- El espectáculo consistía en verla a ella sentada sobre una pila de 2.500 huesos de vaca intentando limpiar la sangre de los mismos. El objetivo era dejar en evidencia las heridas de la guerra. La performance duró 6 horas, durante seis días, y cada vez era más incómoda por el olor que generaban los huesos de las vacas.
Tres.- Veinte millones de personas vieron la puesta en escena que hizo en el MoMa de Nueva York en 2010. Se sentó en una silla durante 750 horas, casi tres meses, y sostuvo la mirada a todo aquel que quisiera mantenérsela desde el otro lado de una mesa.
He visto el “ritual” de sus espectáculos en algunos vídeos y, la verdad, me producen una sensación de frio, tensión y desasosiego, algo parecido a lo que sentí con la puesta en escena del “ritual” del funeral de Estado (ni fue funeral ni de Estado) que se montó en Madrid, con la presencia del Rey, a cuenta del acto de homenaje a las víctimas de la pandemia.
Misma sensación desasosegante y triste en otro “ritual”, el de la destrucción de las 1.300 armas requisadas a ETA, celebrado en el Colegio de Guardias Jóvenes de Valdemoro.
Quiero decir, por si no me he explicado bien, que encuentro cierto paralelismo en la ritualización del dolor, en la puesta en escena:
La misma sensación repetida, carga esotérica, todos en círculo, las flores, la llama purificadora en el centro (ella, en este caso), desterrados los símbolos tradicionales (enseña nacional, cruces, liturgias católicas...). Repelús.
Ignoro por qué me viene el recuerdo de la visita de Zapatero a Obama y el soporte gráfico para la posteridad de las hijas “góticas” de nuestro presidente.
Intuyo así mismo lágrimas de decepción en la Santina, quien seguramente, como yo, hubiera preferido que, en vez de en esta controvertida artista, el premio hubiera recaído en el historietista Ibáñez, español, leyenda viva del tebeo, como merecidísimo y obligado reconocimiento a su obra en general, y a su inmortal “Mortadelo y Filemón”, en particular.
Queda claro que para nada me gusta esta elección, que a mi entender tiene más que ver con la progresiva politización de los Premios por no sé qué extraños intereses, que se escapan al propio interés ciudadano.
Sirva como ejemplo de esta deriva la concesión rocambolesca del premio a la Investigación Científica 2015 a las investigadoras Emmanuelle Charpentier y Jennifer Doudna, francesa y estadounidense, respectivamente, “por el desarrollo del CRISPR, tecnología que permite modificar genes...”, y la no concesión al inventor del CRISPR, el microbiólogo Francis Mojica, español. Quizás por eso.
En cualquier caso, felicidades a Marina Abramovic.
Saludos cordiales.
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