Temperamento, carácter, personalidad
Se han utilizado estos términos como hitos para diferenciar tres etapas en el desarrollo del ser humano. Sin embargo, son términos aleatorios al no haber una clara solución de continuidad entre ellos, especialmente entre los dos últimos. Respecto al temperamento, suele vincularse con la genética que nace con el embrión; sin embargo, los genetistas distinguen entre gen y fen, el primero sería la estructura orgánica, inmodificable, y el fenotipo su expresión, como un gen salido de su cápsula por acción de circunstancias externas que empezarían ya en el claustro materno, y seguirían de por vida. Se puede especular que tales circunstanciales vitales de una persona, si desaparecen o cambian, el fen puede volver a su nido y, en consecuencia, cesar sus efectos sobre el carácter de la persona.
El carácter, nacido del temperamento y de las circunstancias, va evolucionando de por vida, desde el neonato hasta “Estación Términi”, y a cierta edad se le considera casi inmutable: la llamada personalidad, cuyo signo específico para G. Pittaluga se ría “quizá el dominio sobre sí mismo”. Pero si se recuerda a aquel filósofo del “conócete a ti mismo” (y, por extensión, a los demás), y si se recuerda también a aquel otro que recomendaba la “asunción de los propios errores” (como algo más eficaz que el arrepentimiento y que el propósito de enmienda) puede llegarse a la conclusión de que la reflexión puede permitir cambiar, en el curso de una vida, el carácter y hasta la personalidad. Este pensamiento, por más heterodoxo que parezca, no puede ser más estimulante para creer en la posibilidad de reforma y perfeccionamiento del ser, y para ponerla en práctica.
Se puede argüir, con razón, que para que ese desiderátum se haga realidad se requiere tiempo libre y capacidad de reflexión, como los que disponen algunos pensionistas, con sus necesidades básicas cubiertas, tiempo libre y salud, sin problemas en su entorno, y sin que su córtex esté invadido por pasatiempos banales, y boutades políticas. Pero desde el primer vagido, desde la primera sonrisa, no hay fin para este proceso de evolución personal, del carácter y personalidad, y del gobierno de los instintos. La vejez no suele debilitar la clarividencia, sino reforzarla.
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