¿Nomen est omen?
Por fin he quedado para tomar una caña con mi amigo Miguel; me lo encuentro escribiendo una carta, y espero a que termine, sé que después me pedirá que la lea... y leo:
Apenas tuve abuelita, pero tú lo eres para mí, LOLITA. Y, en lugar de preguntar: ¿Cómo estás?, sigue diciendo: A menudo usamos los diminutivos (RAE: “Que tiene cualidad de disminuir o reducir a menos”) para muchos de los nombres que designan a las personas más grandes de nuestra vida: Anita, Marga, Sory, Juanchi, Santi... En fin, no caben todos, ni aun sus diminutivos, en una carta; mucho menos sus personas. Pero volvamos al asunto. ¿Por qué usamos diminutivos o apelativos cariñosos que puedan cabernos en pocas sílabas, hacer pequeños a aquellos que son los más grandes en nuestro corazón?
Creo que reducimos espacio en lo cotidiano, que es nombrar, para cederlo al lugar más importante, nuestro corazón; a donde vamos solo para guardar y encontrar nuestros tesoros. De esta manera jugamos al juego del -me invento un latinajo- “nomen est omen”... o sea, algo así como “el nombre hace al hombre (o la mujer)”, pero intentando despistar al ajeno y acercando su propia honra a nuestros amados. Lolas, María Dolores, hay muchas. Hoy, el corazón tiene el palco con una sola que está en Ecuador. Grande, Lolita. ¿Por qué? Por eso de deberle tanto y tener tan poco tiempo. Otra cosa que ocurre siempre con aquellos a los que amamos mucho y nombramos en pequeño, cuando la distancia es tanta y es grande su poso y recuerdo.
Muy bonita la carta -le digo-, pero nada convencional, parece un poema articulado; luego dirán en Ecuador: ¡qué raros son estos españoles! Ahora voy a discutir contigo eso del “nomen est omen”. En la mesa de al lado ya están discutiendo: “La pifier”, “que no, la astracenca”, “pues yo me quedo con la juansen”. De pronto, me siento raro.
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