Banderas en Colón
Hace más de 40 siglos, en una insignificante aldea perdida de Asia, el dirigente local, para diferenciarse del resto, enarboló por primera vez un emblema. A los vecinos de aquel poblado les complació reconocerse en algo material que los vinculaba y distinguía del forastero. Ese símbolo identitario henchidor de etéreas quimeras pronto pasó a ser textil. Así fue como un paño de fina seda bordado marcó tendencia y proliferó vertiginosamente. Desde entonces, por sus absurdos conflictos, las banderas al ondear al viento esparcen un tenue aunque tenaz hedor a exclusión, sufrimiento, pólvora, metralla, sangre y muerte.
Pero lo más pernicioso son los volubles necios que las patrimonializan agitándolas en actos de división. Confieso que usarla para distanciar personas y territorios es un arte maquiavélico que escapa a mi entendimiento, pero que a derecha y nacionalistas –que suelen ser lo mismo– se les da de maravilla.
Aspiro a un futuro sin banderas con la infinita orilla cósmica como frontera.
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