Quizá lleguemos a recordar este presente, pero evocarlo...
"Un sol con reflejos de mar entraba por la espalda en la estación de Francia, proyectando una sombra de tarde invernal sobre las figuras humanas que, cargadas con maletas de tela y cajas de cartón, enfilaban por el andén, prestas para una fotografía con poco blanco y mucho negro entre el humo de la máquina ya parada y los altos arcos a modo de catedral abovedada en hierro. Portal majestuoso que auguraba una suerte divina al más puro estilo del nacional-catolicismo, para los jóvenes desvencijados pero supervivientes de una guerra entre hermanos y sus convalecientes pero esperanzados sueños de una nueva vida, o simplemente de una vida.
Al final del andén, una barrera, y en la barrera los oficiantes del régimen con gorra de plato, examinando peso, talla, olor, acento, papeles y mirada, de cada oveja y de cada cabra. Solo los que tenían familiares o amigos que se arriesgaran a acogerlos en Barcelona y que pudieran dar buena fe de ello saldrían libres por la puerta de entrada a la gran ciudad. Las cabras, aunque tuvieran los papeles pero no la mirada, eran llevadas al campo de concentración habilitado en el estadio de Montjuic. Desde allí, serían repatriados a su lugar de origen; ya sin el pollo en la caja de cartón, con el hambre en el alma y seco el corazón".
Así comienza la novela que nunca terminaré. Los recuerdos se difuminan, se diluyen, se perdonan y se olvidan. ¿Por qué sin embargo seguimos tratando de retenerlos? ¿Será porque el presente no tiene suficiente encanto evocador -por muy triste que sea- como para tratar de guardar ese trozo de la vida en el alma?... Hasta el recuerdo triste puede prevalecer, pero el insulso, el estéril, el hipócrita, el traicionero, el que nos llama tontos a todos... mejor que pase lo antes posible, amén.
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