La importancia de las relaciones humanas
Es muy difícil definir al ser humano, ya que es muchas cosas a la vez. Pongamos ejemplos de algunos sabios cuyas definiciones son estas: para Aristóteles el hombre es “un animal político”; Charles Dickens, “un animal de costumbres”; René Descartes, “un animal que piensa”, y para Edmund Burke, “un animal religioso”. Ahí lo dejo. Con esta coctelera de definiciones, nosotros nos permitimos adentrarnos en el fascinante mundo de las relaciones humanas, que se definen como una serie de conductas, actitudes y respuestas que se adoptan al interactuar en sociedad con otras personas, lo que lleva a crear un vínculo social armónico propiciando el desarrollo individual e intelectual de los seres humanos. Su importancia radica en la capacidad de brindar cuidados y apoyo para que las personas podamos vivir de manera autónoma y solidaria.
Ni que decir tiene que son importantes las relaciones humanas para nuestra evolución como sociedad, vitales para la creación y la organización de cualquier tipo de sociedad o comunidad. Digamos que a las personas viene a resultarles imposible sobrevivir sin las relaciones humanas. En realidad, su objetivo es la armonización y empatía para así ayudarnos mutuamente.
A buen seguro que viviríamos más felices si en vez de exaltar el ego lo redujéramos a cero. De esta manera, seguro encontraríamos la verdad auténtica a través de la más rara de las virtudes modernas: la humildad, siendo el egoísmo la causa de insatisfacción interior.
Ya en el año 1936 el pedagogo Dale Carnegie, en su libro “Cómo ganar amigos e influir sobre las personas”, nos dejó escrito: “El interés, lo mismo que todo lo demás en las relaciones humanas, ha de ser sincero. Debe dar dividendos no solo a la persona que muestra el interés, sino también a la que reciba la atención”. Y añade Carnegie: “Es una vía de dos manos: las dos partes se benefician”.
Digamos ya que lo contrario de las personas que cultivan las relaciones humanas son aquellas que las desprecian, convirtiéndose en seres descastados, ingratos, egoístas, despegados, que no corresponden al afecto profesado por la familia, los amigos, compañeros de trabajo. Por nuestra parte, hacemos un canto a la templanza y a la moderación en las cosas positivas, buenas, para optar por la abstinencia total de las malas, pues tanto el odio como la desesperación son enfermedades a las que son proclives los egoístas. Repetimos, la cura es siempre la misma: la humildad. Más que conveniente, es necesario decir lo que pensamos con suma claridad. Quintiliano, el filósofo de Calahorra, dejó escrito: “Hemos de decir las cosas de manera que no puedan ser malentendidas”.
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