De piedra

1 de Agosto del 2021 - Fernando Martínez Álvarez (Grado)

Unos días atrás estaba en una aldea cenando en un albergue con un amigo.

Tras dar cuenta del postre, él sorbía su café y yo mi infusión humeante.

Más allá de la ventana de madera, la lluvia del otoño avanzado persistía en su descenso de inclinada verticalidad. Los muros de piedra revocada de la taberna contenían nuestro espacio, confortable y enjuto, gracias a la chimenea de leños ardiendo. Conseguían ponernos a salvo de la humedad exterior y los rigores de un tiempo inestable, en rápida transición por la proximidad del invierno.

Tadeo, ante la evidente falta de clientela, se decidió a dar por clausurada la venta vespertina. Cogió tres vasos, una botella de whisky y se aproximó para sentarse con nosotros.

La conversación, como teniendo vida propia, fluía de forma natural y sin una causa que lo explicara derivó hacia las posesiones y el dinero. Y de eso, a los grandes premios en los sorteos o juegos de azar.

Nuestra atención, con el merodeo errático de las charlas informales, se dirigió luego a las cuantías de esos premios millonarios. Multimillonarios, tras otro trago.

Surgió en nosotros un deseo inmoderado, una pretensión sin reserva: conocer la finalidad que daríamos a tan desorbitado capital, en el caso hipotético de habernos visto beneficiados por tal circunstancia.

Tadeo reveló que viajaría por todo el mundo. Ya habían sido muchos años de taberna, debiendo estar en ella: dentro de ella. El premio le permitiría empezar una vida de "exterior". Según sus propias palabras, podría disponer de "otra ventilación", aparte de humos de cigarros o efluvios de vino corriente. Su riqueza le compraría aire. Pero, además, también comidas exclusivas, vino distinguido, lugares de ensueño, países fantásticos, ambientes refinados...

Tomé tras él mi turno. Las preferencias de Tadeo no me parecían mal, les dije, pero prefería algo más comprometido. Ciertamente, los de Tadeo eran deseos que muchas personas suelen sentir, sin embargo mis inquietudes eran otras. Y mi decisión, diferente.

Les confesé que pondría mi riqueza en manos de personas que lograran realizar inversiones de forma segura, en proyectos honrados, respetuosos con las personas y la naturaleza. Haría colaboraciones generosas en proyectos de ayuda y cooperación internacional, auxiliaría espléndidamente a organizaciones que trabajaran por la mejora de las condiciones del planeta, en cualquier ámbito: la limpieza de los mares, la pureza de la atmósfera, la protección de las especies, el desarrollo de las energías alternativas, de las nuevas energías, la ejecución de soluciones contra la indecisión y lentitud de los gobiernos del mundo en sus acciones contra el cambio climático...

Mi amigo me miró fijamente a los ojos y dijo en tono sarcástico:

- Tú quieres ser un salvamundos.

Me quedé de piedra por el tono. No esperaba el desplante.

Pero rebobiné mentalmente mi recitación anterior y, desde luego, era cierto. Tenía razón. De mis deseos parecía deducirse que, en realidad, solo escondían una pretensión de petulancia y egolatría. Yo, con mi dinero, salvando al planeta. Sobre una cima mundial de bondad, el supremo de la humanidad. Yo... el acabose, vamos.

Tadeo al menos había expresado con sus deseos unas aspiraciones y ambiciones que constituían un objetivo soñado por la mayoría de las personas: llenar sus vidas con todo aquello con lo que anteriormente no habían podido deleitarse.

Lo mío, por el contrario, era pura soberbia. Arrogancia y vanidad disfrazada con deseos de bonhomía y bonanza universal.

En una especie de relámpago mental contemplé instantáneamente las formas inauditas que el ego utiliza para la usurpación, la apropiación, el señoreo del comportamiento. Aun a pesar de una esforzada exigencia para tratar de estar siempre en guardia, persistentemente vigilante y atento, nos acaba engañando al mínimo descuido.

Y al haberme quedado de piedra (más bien de guijarro, pues me sentí empequeñecer), mi ego se hizo cargo de la situación, instándome a que pasara prontamente al ataque y recobrar la primacía.

Así que me oí decir...

- Ah, ya. Pues tú..., qué harías -espeté, retador, para encubrir mi apocamiento.

Muy tranquilo, mi amigo contestó:

- No lo que dice Tadeo, pues eso le hará esclavo de sus viajes y posesiones. Y tampoco lo que dices tú, pues te volverá esclavo de ti mismo, de tu autocomplacencia.

- Ya. Y entonces tú... qué propones para ti.

Se quedó un momento con la mirada vacía, como absorto en sus pensamientos. Pero solo mirándole supe con certeza que la respuesta hacía tiempo que ya formaba parte de él.

- Compraría mi libertad -dijo.

Tuve un incontenible ataque de hilaridad.

- Ja, ja, ja... ¡Pero si eso mismo es lo que Tadeo y yo hemos comprado!

Y de nuevo me dejó de piedra.

Él compraría su libertad renunciando al dinero.

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