El libro de la vida
Existen muchos libros por leer, mientras nos toca ir trazando nuestras propias líneas erradas, enderezadas por destellos de lúcida gracia, hallazgo de sendas llanas y claras, realidades gratas sin cuento. Un día seremos unas breves líneas escritas, irrevocablemente, por el dueño del tiempo.
Me vienen a la memoria aquellos episodios estudiantes, cuando yo era un manojo de nervios y un lector del “Gog” de Papini. Un seguidor de “Echo and the Bunnymen” y un amante de lo astur.
Recuerdo los barrios variopintos de mi ciudad modernista y pródiga en fuentes, estatuas y lugares de formación, una culta capital de provincias, de tan catedralicios como librepensadores influjos, letrados y comerciantes, galenos enriquecidos. Región bucólica de huellas mineras y de labranza. Una población que, con el paso del tiempo, se hizo de aluvión corista y recuerdos, lugares que perdieron algo de su pátina venerable local, dejando pasado a tendencias mundiales. Oviedo de tiendas surtidas y elegantes, seres de claroscuros en su alma, deportistas y caballeros irónicos. Leí una vez que el sabio de Königsberg nunca había dejado los muros de su localidad báltica. Yo, aunque más viajero, tampoco fui demasiado trotamundos. El ideal de forja de un alma bella, el cosmos entero cabe en una biblioteca, que añade mucha vida intensa y largos años a lo que no es sino un rico y cromático caleidoscopio de experiencias. Todos necesitamos mitos para afrontar pruebas, como dice Joseph Campbell en “El héroe de las mil caras”. Doy gracias a innumerables letras bellas y sugestivas, que ensancharon mi imaginación y dieron sentido a mis días agridulces. Suenan Bach y Mozart en el claustro de la vieja Universidad, danzan Clarín, Cioran y la Monroe.
Pronto caerán, cadenciosas, las horas. El grafómano es solo un atrapador proustiano de lo efímero, un cincelador de palabras en la corriente rumorosa del tiempo, un contador de gozos y pérdidas.
Se escribe no solo para hacer un particular “ajuste de cuentas” con la realidad, sino para intentar conectar con el náufrago lector; para conocer nuestro verdadero rostro, para alumbrar la catarsis. Mi vida: todo lo que he leído, descubierto, bregado con denuedo, amado con pasión y sin mesura.
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