La derrota del conocimiento
No hay mal que por bien no venga. Los términos, si no irreverentes, al menos minimalistas con los que la presidenta de la Comunidad de Madrid se refirió al Papa, "un católico que habla español", suscitaron una efervescencia de devoción papal en medios periodísticos en los que, a decir de Elisa Beni, que conoce bien el género, "la mayoría son ateos o por lo menos agnósticos". Contraste ejemplar el de un ateo llamándole "Santo Padre" al "católico hispanoparlante" de la presidenta Ayuso.
Hubo ateo que fue más lejos llamándole al Papa "el Sumo Pontífice de Roma", como si hubiera otro en Aviñón. Y tal vez sin darse cuenta de que el de Pontífice (constructor de puentes) es un título pagano, de origen imperial: solo el emperador podía autorizar la construcción de puentes sin que los ríos, que eran divinidades, montaran en cólera y se llevaran los puentes por delante.
En cincuenta millones calcula Iñaki López, acorazado de La Sexta flota, los indígenas masacrados por los españoles. "Norteamérica, sin México, debía de contar con menos de un millón de habitantes, y no mucho más Sudamérica, dejando aparte el Perú. Por consiguiente, en el momento del descubrimiento podemos decir que el Nuevo Mundo estaba casi despoblado". Lo afirma L. Hertling, historiador alemán. Pero los progres parece que se sirven del censo del P. de Las Casas mejorado por Tezanos.
Carlos Cué, estrella fija en el firmamento de "El País", denuncia que los conquistadores desembarcaron en el Nuevo Mundo "con todos los gérmenes que llevaban encima". Sin mascarillas y sin respetar la distancia social; sin dejar en la taquilla del camarote el paquete de bacterias de dos kilos y pico que la naturaleza nos asigna per cápita. Como para no pedir perdón. Si el Descubrimiento lo hubiese organizado el Grupo Pisa, otro gallo cantaría. Juan Luis Cebrián, pionero en esta yincana de perdones y arrepentimientos en la que hasta el Papa quiso correr su pequeño sprint, ya se arrepentía de "la insidiosa Reconquista" en 2006.
Isabel la Católica le paró los pies a Cristóbal Colón, que pretendía regalarle esclavos: los habitantes de los nuevos territorios son "súbditos libres de la Corona". Como los castellanos. Los primeros dominicos desembarcan en La Española en la temprana fecha de 1510. Unos meses después, firman un manifiesto denunciando los gravísimos abusos de los colonos, que suscita las iras de las fuerzas vivas presididas por el hijo de Colón. Los frailes viajan a España por su cuenta, se hacen escuchar del viejo rey Fernando y, de una comisión de teólogos y juristas, salen las Leyes de Burgos, 1512, que son la primera declaración universal de derechos humanos: derechos inherentes a la persona, con independencia de nacionalidad, religión o raza.
La Iglesia y la Corona se erigen desde el principio en el escudo protector de las poblaciones autóctonas. La Iglesia y la Corona: demasiado pedir que la izquierda reconozca algo positivo en el haber histórico de la Iglesia y de la Corona; prefiere servirse de la leyenda negra como si la hubieran hecho de encargo para ella. Solo una amalgama espesa de prejuicios e ignorancia impide reconocer la bondad relativa de la colonización española en comparación con las demás. Pero quién de entre esa tropa "busca la verdad para contarla" (Brandlee).
El presidente de México tendría que sentir vergüenza de presidir un país convertido, al cabo de 200 años de independencia, en un sangriento bebedero de patos en el que los narco-capos practican sacrificios humanos como los mexicas antes de la llegada de Cortés. A quien tendría que pedir cuentas es al "vecino del Norte", que les merendó la mitad del territorio y ahora no los deja ni poner en él el pie.
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