La culpa fue de la mujer
La culpa fue de la mujer.
Bueno, o de los dos. Aunque el tema lo sacó ella. Pero fue porque los dos tuvimos la misma ocurrencia al mismo tiempo. Dejamos, ella su tele de la terraza y yo la mía del salón, y coincidimos en la cocina a pillar una lonchina de jamón.
Y ya que coincidimos, nos sentamos, repetimos la lonchina... Y sin darnos cuenta nos enrollamos.
(Yo) -Jo. Qué tiempu.
(Ella) -No. Y que va estar así toda la semana.
-¡Coño! Por qué tuviste que traeme de aquel pueblu, con aquel solecín...
-Yo no te traje. Tuvimos que venir. Y da gracies que vinimos. Que si no, tú ya no estabes aquí.
-Pues claro que estaba, donde fuera. Y mejor. Seguro que no hubiera pasao la puta quimioterapia. Aquel carajo... ¿Cómo se llamaba aquel médicu? Era muy buenu.
-Pues entonces estaríamos ahora con el Maduro esi. Anda que... Nos habríen quitao la casa, o nos habríen metido un poco de gente en ella. Con lo que tal trabajamos pa hacela... ¡Porque yo también trabajé!
-Verdá. ¿Acuérdeste que me robaron los riales del bolsu del pantalón? Dejelu por allí pa poner el de faena, y mientras yo andaba por allá trepáu, poniendo el machimbrao, y tú dándomelu desde abajo...
-Desde luego, qué atrevidos éramos... Cuando el hombre aquel se nos marchaba con Pachín (el loro) en la jaula... Menos mal que en aquel momento llegó el chofer tuyu... Y cuando entraron y te robaron la radio del coche... Y nosotros allí, durmiendo con les ventanes sin persianes... Yo no sé cómo no me morí de miedo.
-blabla...
-blabla...
(Ella) -Que si éramos atrevidos. Yo, cada vez que me acuerdo que fuiste a buscame a la fábrica y me llevaste al Musel, a probar la lancha... Y yo, como siempre, haciéndote casu en todo, hala, ¡y sin saber nadar!
-Sí, tú hacesme muchu casu...
Con la lancha... Aquel carajo, empeñado en la pesca del calamar con potera, estuvo dándome murga hasta que me convenció. Que él se encargaba de conseguir la madera, de los embalajes que llegaban donde trabajábamos, y que podíamos hacerla en el solar...
¡Hicimos dos! Primero un bote. Nos costó un triunfo obligar aquellas tablas de dos centímetros de grosor. Cuando conseguimos rematarlo, nos lo echamos a hombros y serpenteamos por el pedreru en el Natahoyo, hasta botalu.
Fue una lucha tremenda. Imposible atender a la vez el achique de agua y el no estrellarnos contra les roques. Al final, acabamos sentados en una contemplando cómo las tablas bailaban al son de las olas.
Con esa experiencia, ya fuimos sobre seguro. Nada de bote. Una chalana. Una vez hecha, la llenamos de piedras y la tuvimos dos días fondeada.
Cuando la sacamos a superficie, apenas unas filtraciones en la proa que subsanamos plenamente con un calefateao de estropajo y galipote.
No la disfruté mucho tiempo. Después del primer paseo, el carajo vino con un "espejo", yo me embarrigué sobre la popa para mirar con él bajo el agua, ¡y el mareo que pillé...!
La teníamos amarrada en El Musel. Íbamos por la noche y buscábamos la luz de algún barcu proyectada en el agua para ponernos a bracear con las poteras.
Siempre que nos acordamos de esto, mi mujer salta con lo mismo: “Pero si nunca trajiste un calamar a casa”.
-Cómo que no. Algún chipirón...
-Qué ibes a traer. Lo que siempre traíes era el calderu llenu de aquellos pezucos...
-Coño. Verdá. Tirábamos el sedal con cinco o seis azuelos y salíen todos enganchaos. ¿Qué pescao era aquel?
-¡Yo qué sé lo que era aquella rumia!
-Oye, pero no digas que fritinos no estaben ricos...
Y seguimos viéndonos 50, 60 años atrás...
(Yo) -Jo. Más de 60 años aguantándote. Tengo el cielo bien ganáu.
-¡Tú! ¡¿Y yo qué?! ¡Anda que no te aguanto yo a ti!
Y, entre lonchina y lonchina, el ratín en la cocina. Nostalgiando.
Aquello sí que era libertad. Y aquellos sí que eran años para vivirla.
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