La fétida cloaca de Llamaquique
Inaugurada con retraso y sobrecoste, algo habitual en los proyectos de este país, la estación de Llamaquique, masivamente acogida por el público, tuvo carencias y fallos desde el primer día. Los paneles del techo se caen y las goteras, sin falta de lluvia, se recogen por todos los andenes en tupperwares y calderos. Esa es la primera impresión tercermundista que se ofrece a los que arriban por tren a esta ciudad, aspirante a capital cultural del mundo mundial. Si se atreven o no tienen más remedio que descender o esperar en esta estación, en tránsito al Hospital, la Universidad o las consejerías, una bofetada de metano les golpeará la pituitaria, pues ahora, además, se ha convertido, simple y llanamente, en una fétida cloaca. Las aguas fecales forman cascada en el túnel y el olor a mierda es insoportable. Por último, la estación se hizo sin váteres, algo también propio de los suburbios de Bombay –me perdonen los indios de la India–, lo que motiva que, en tan señaladas fechas de San Mateo, las escaleras estén permanentemente cagadas y meadas, con ese olorcillo intenso que ustedes imaginarán despiden los efluvios corporales y coprolitos después de la desmedida ingesta de alcohol. Llamaquique le da la bienvenida a Oviedo y le desea buen día.
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