Gallitos corraleros
Se palpa en el ambiente. La desconfianza y el desencanto de los ciudadanos hacia los partidos políticos va cada día en aumento, en una imparable progresión geométrica, al tomar conciencia de la falsa idolatría de aquellos que los componen, sometidos al voto en asambleas y cámaras, y a sus triunfos electoralistas.
Aunque dentro de los partidos suenan muchas voces plurales, cuando se agrupan para defender determinados intereses aún no estando de acuerdo- la vara de mando que los dirige consigue que sus disidencias se conviertan en un sonido único y chirriante. El bien público queda así relegado, con demasiada frecuencia, a descarados intereses partidistas, al pago de favores, y a los múltiples comadreos y trapicheos que entre ellos se traen.
Y al gusto por sus poltronas.
Dominan el uso de la oratoria barata, sustentada en la descalificación y la ofensa, en la indolencia y el resentimiento, en el engaño y la rectificación, en el hablar mucho y decir poco. Les gusta escucharse y ser escuchados y coreados por los miembros de su partido, por sus bases, por sus incondicionales, y como no, por la oposición, para así darles ocasión a réplicas sustentadas en lo mismo.
Y en medio, el pueblo.
Un pueblo que desea, y necesita como nunca, que sus políticos sean honrados, coherentes, que no mientan constantemente, que no desvirtúen la realidad, que no se atiborren de prebendas pidiendo a sus votantes más austeridad -cuando la austeridad es su vestido de cada día-, en fin, políticos que sean conscientes de que su trabajo es, precisamente, lograr el bien de todos y que, como en cualquier otro empleo, quién no rinde o no vale, no tiene opción a lograrlo o seguir en él.
La democracia no merece sustentarse en un tipo de políticos que no cesan de comportarse como gallitos corraleros, picoteando y clavando sus espolones de una forma vergonzante e indecorosa ante un pueblo que los contempla atónitos.
Y de nuevo, el debate de ayer en el Congreso de los Diputados así lo corrobora.
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