Dándole otra vuelta a la pandemia silenciosa
Hay que ver qué mal repartido está el mundo cuando en asunto de morir se trata. Cuánta gente deseando vivir está muriendo sin remedio, y cuánta gente viviendo está deseando morir. Lo primero nos aterroriza y nos indigna, pero lo segundo se sigue barriendo bajo la alfombra. Algo mal estaremos haciendo como sociedad si no nos inquietan ambas cuestiones.
La situación en 2020 nos puso en jaque en muchos aspectos, pero quizás el que más efecto ha tenido, en parte porque sigue latente, ha sido el dejar la atención primaria en números rojos, demacrada, lastrada y con unos profesionales cansados de sus jornadas maratonianas de trabajo, más las que se les vienen encima por las largas colas y tiempos de espera. Y es que, si no lo hemos descubierto ya, la atención primaria es clave para mantenernos. La salud está por encima de cualquier otro tema, aunque sí, sabemos que la economía es básica e imprescindible para mover un país. Pero cuando un país tiene enferma a su ciudadanía, ese motor económico también se para, porque al final la tierra la trabaja el ser humano, el capital lo mueve y genera el ser humano y el trabajo lo desarrolla también el ser humano. Por tanto, qué importante es cuidarlo por dentro y por fuera.
Cuando alguien enferma pero tiene ganas de vivir, nos damos cuenta de lo importante que es mantener un sistema sanitario lo suficientemente ágil y fuerte como para atajar enfermedades que antes pudieran haber sido terminales. La ciencia es la que nos da ese empuje, la que nos ayuda a transformar lo incurable en curable. Cuántos cánceres es posible curar o cuántos enfermos de VIH ya no fallecen por contraer la enfermedad sino que pueden convivir con ella hasta el final de sus días. Pero hay más. No todo es dolencia física. El lastre nos viene por los datos que nos arroja el tema tabú por excelencia: el suicidio.
El dato en España es demoledor: 3.941 personas fallecidas en 2020 por esta causa. La primera causa de muerte no natural en este país. Por lo tanto, hay más personas muriendo por decisión propia que por accidente, homicidio o ahogamiento. Y no debemos dejar de lado que sea la causa de muerte principal entre los jóvenes. Por tanto, cuánta culpa tiene la invisibilidad de este tema y cuánta en parte el romanticismo de los términos anglosajones. El “mobbing” y el “bullying”: abuso y acoso en distintas épocas de la vida. El “coliving”: ¿por qué no llamarlo precariedad? O el “burnout”: la cronificación del estrés laboral. No, no son términos bonitos, porque todos ellos esconden un tipo de drama personal. Todos podemos vernos afectados y desbordados por estos o por otros mil motivos, y cada persona tiene un límite de aguante que nunca debería ser juzgado. Desmitifiquemos la resiliencia, porque nadie tiene por qué ser resiliente cada día de su vida. Está bien flaquear y fallar, y la atención primaria debería garantizar la misma cobertura que cuando se habla de un dolor físico: un psicólogo cuando se está llegando a tocar fondo y un psiquiatra cuando ya nos hayamos hundido. Porque ir a terapia ya no es ir al “loquero”, y en eso las nuevas generaciones ya estamos trabajando, y seguiremos haciéndolo, por visibilizar que lo sano es querer sanar y que lo valiente es pedir ayuda a tiempo.
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