Iris verde
Con el paso del tiempo, las pupilas se me fueron poniendo de color verde.
Resulta sorprendente lo que el paso de los años puede hacer al organismo; cómo lo puede cambiar. No solo por hacer que disminuya la calidad del estado físico, aparezcan arrugas inevitables, o cualquiera de los otros signos externos (o internos) que con tanta evidencia brotan debido al transcurso del tiempo; también por conseguir que acabemos haciéndonos plenamente conscientes de la presencia de un anuncio sereno y calmoso, pero improrrogable: la naturaleza, en su mejor momento, ya ha pasado de largo por nuestro existir.
Es creencia popular que el verde es el color de la envidia.
Me aferro al pensamiento de que mis pupilas no se hayan sentido resentidas y adquirido ese bello tono aceitunado por recordar, con celos, cómo era mi cuerpo en mejores tiempos anteriores.
Mi catolicismo de infancia devino más tarde impracticable; y ahora, años después: olvidado. Pero cierto afán exégeta me reveló que la ortodoxia católica, tan escrupulosa, anota ese resentimiento, ese resquemor de “rabia verde”, en su clasificación de los pecados. Y le da una culminante codificación: pecado capital.
A mi ateo razonar no le queda otro remedio que poner en cuarentena esa idea de que pecado tan primordial pueda haber sido cometido por estos iris de mis ojos.
Bien es verdad que los diferentes Catecismos de la Iglesia católica (mírese el actual o remóntese el estudioso al de 1866, 1750...) establecen que esa clase deplorable de faltas es “capital”. Y se las tipifica de manera tan preferente porque se precisa que son “... acciones u omisiones que se cometen de modo reiterativo, repetitivo o habitual...”.
¡Ay, pobre de mí! Omisiones quizás no; pero acciones..., y de modo “reiterativo, repetitivo y habitual”, todos los días cometo. Y “capitalmente”, pues..., todos los días peco. Que desde que despierto, otra cosa que mirar no hago. Mirar, solo mirar y con estos ojos verdes de envidia, que dicen... ¿Acaso pueda esto ser pecar?
Me tranquilizo, en el pensamiento de que parece más bien una patraña: encontrar significado impuro a simples reflejos de la luz. Siendo el verde solo una longitud de onda establecida por la física. Luz reflejada y no absorbida por un objeto... ¿Pero qué leñe pinta la envidia en todo esto?
Decididamente creo que la envidia no tendrá nada que ver con el verde. Pienso en ella y la encuentro más bien solo un sentimiento dañino. Una turbación, para desgracia de quien la padece. Un reconcomio malsano y retorcido, tan miserable que hasta produce placer al envidioso, el sentirla en su perniciosa mezquindad.
Y estos verdes iris de mis ojos no reconocerán nunca autoridad alguna a esa especie de catálogos de acciones reprobables. Cualquier capacidad de reflexión lógica cae en la cuenta de que tales preceptos fueron dispuestos por individuos censores que observaron, juzgaron e hicieron inventario, en una detallada clasificación, de lo que pudiera haber en la vida de los demás. Y dieron finalmente su conclusión, arbitrando lo insano y lo saludable, la maldad o la bondad, imbuidos de sus facultades cuasi divinas.
Ahora, próximo ya mi momento final, me acomodo la sábana bajo el mentón y digo a mis verdes iris con el pensamiento: “Tranquilos, lo de la envidia y el verde es puro embuste, un embuste monumental. Pero mayor aún es el del pecado capital”.
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