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Lo que trae Nuberu

5 de Enero del 2022 - Fernando Martínez Álvarez (GRADO)

Miro el reloj de la mesita de noche. Las cuatro catorce. Hace un rato que desperté y doy vueltas en la cama sin ser capaz de volver a conciliar el sueño.

Me levanto y voy a la cocina. Me sirvo un vaso de agua y abro la ventana. Lo bebo a sorbos cortos, mientras respiro el aire húmedo de una oscuridad cerrada de niebla.

Confío en que tras amanecer se desvanezca esa tupida cortina de gotas minúsculas que todo difumina.

Desconozco absolutamente si esa suposición se hará realidad con el nuevo día, pero confío en que así sea; similares comienzos, en decenas de días anteriores en este pueblo, me encomiendan a esa idea. Tengo fe en ella.

Porque la fe es una creencia ciega. No necesita ni pide prueba alguna del objeto al que dirige su existencia, pues en ella también está contenido el deleite de una complacida autosatisfacción.

La fe no precisa de la certeza. Es siempre dueña de una absoluta seguridad en la propia convicción. Es credo de almas especiales, indiferentes al ánimo incierto de la falta de evidencias.

La fe puede verse como terca y testaruda. Tozuda y pertinaz. Casi siempre se sale con la suya, para conseguir que sus acólitos no hagan abandono de la esfera de su autoridad.

Sus embajadores plenipotenciarios proclaman las bondades de una vida en ella, que esté iluminada bajo su presencia. Y que unas grandes dosis de valentía son necesarias para quien la elige. Pero eso, quizá, solo es un fundamento falaz de una petulante argumentación.

No hay valentía alguna en la elección de una vida basada en el pasmoso principio de: "Cree sin cuestionar, más allá recibirás tu premio".

Esto no es valentía; en absoluto.

La elección de vida así está más bien regida por otros principios: los de la inversión. Pura economía de mercado.

Más allá de los interesados mensajes, de los disimulados ardides de dogmas y escrituras sagradas, con milenios de pretensiones de manejo y control de las personas, está esa otra verdadera VALENTÍA: la de enfrentarse (sin hipotéticas promesas de olimpos venideros) a nuestra insignificancia humana... y al misterio de esta perfección de infinitud cósmica, de la que no entendemos casi nada.

Pero, sobre todo, a tratar de ser mejor persona cada día.

Incluso aunque el día amanezca nublado.

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