A ver en qué para esto
Días atrás estaba dando un paseo por la pista finlandesa y me encontré con un compañero de trabajo. Es un individuo de carácter animado y charlatán, quizá en manera excesiva, pero cada cual es muy dueño. Como ambos estamos algo otoñales, y son pocos los otoños que nos quedan para el retiro laboral, fue precisamente este asunto el que surgió en nuestro encuentro:
"¿Y... a qué piensas dedicarte después?", me soltó a bocajarro tras los hola.
Dije que aún no lo había pensado y que suponía que, sobre todo, trataría de intentar seguir con la vida.
Me miró torciendo el gesto, indudablemente nada satisfecho con la respuesta. Quizá creyó que había querido burlarme de él con mi obviedad.
Pasaron algunos días y coincidimos de nuevo en la misma pista de caminantes; se acercó y me soltó como saludo: "¿Qué... nos vamos decidiendo?" Su insistencia por conocer ese detalle de mi vida me resultó molesta; en los años anteriores habíamos sido solo compañeros de trabajo, sin más gaitas, ¿por qué ahora se interesaba por mis expectativas personales? ¿Es que no tenía ideas para su vida futura y quería encontrarlas en la de otros? ¿Estaba elaborando un estudio sobre las distintas formas de pasar el tiempo una vez rematada la vida laboral? ¿O suponía quizá que yo solo era un elemento de aporte de datos para su chocante pasión recolectora?
Para zanjar la situación le dije que probablemente me agenciaría una DAW (Digital-Audio Workstation, "estación" para trabajos digitales de audio) y me dedicaría a concebir nuevas estructuras musicales que saciaran copiosamente mis inquietudes creadoras. Me miró de arriba abajo, como tomándome la medida, aunque no precisamente para hacerme un traje. Se marchó sin decir más.
Tras mi descaro, cuando al rato llegué a casa, me senté delante del ordenador para pedir a esa lumbrera del Google más explicaciones sobre el tal acrónimo inglés...
Al día siguiente, mis correos electrónicos (el particular y el del trabajo) estaban atiborrados de mensajes. Amazon y similares me ofrecían una variada oferta de posibilidades de compra de esos dispositivos digitales y otros relacionados: tarjetas de sonido, micrófonos antipop, MIDI, monitores de estudio...; todo con sus características, fotos, precios..., en fin, el cuerno de la abundancia en información sobre esa cacharrería electrónico-digital.
Abrí otras páginas, accedí a una red social, intenté leer varios periódicos... y la pantalla se embutía con ofertas de esa panoplia relatada más arriba. En el teléfono móvil ocurría lo mismo.
Porque nos han implantado la dominación del algoritmo sin que nos hayamos dado cuenta. Esa lógica matemática de la anticipación ha pasado a ocupar un lugar primordial en nuestras vidas. Bueno, no exactamente en las nuestras; más bien en las de Mark Zuckerberg, Jeff Bezos y los demás. Esos gerifaltes de las gigantescas corporaciones tecnológicas americanas, surgidas en la década de 2010 y conocidos como GAFA (a veces también GAFAM, con una M al final, añadiendo así la de Microsoft a las cuatro iniciales anteriores, correspondientes a Google, Apple, Facebook y Amazon).
Y hacemos videollamadas, mandamos mensajes, fotos o grabaciones de sonido o imagen a los familiares y amigos (total Whatsapp es gratis). Exponemos casi toda nuestra existencia en Facebook (que también es gratis), y nos sentimos orgullosos de nuestro Apple iPhone 13 Pro Max (que de gratis no tuvo nada, pero eleva a otro nivel nuestra capacidad de ostentación tecnológica).
Hoy todos tenemos teléfono y todos dormimos, pero nuestros teléfonos no. No duermen. Incluso mientras están apagados no paran de transmitir datos: nuestra localización, archivos de fotos, de sonido, mensajes, contactos y también números de cuentas del banco, contraseñas, chistes de Chiquito, o lo que sea que hayamos anotado en el cuaderno de notas (esto no es "1984", pero nuestra actualidad en el segundo decenio del XXI es cuasi-orwelliana). Se ha sabido que las grandes corporaciones de la industria tecnológica han tratado la posibilidad de la supresión del botón "off" de los teléfonos móviles, pues creen que ya no tiene ningún sentido. Mientras, nos aconsejan utilizar contraseñas de acceso seguro. Algunas, cada vez más sofisticadas y que incluyen como argumentos de venta en los nuevos modelos (lectura de huella digital, escáner de retina...).
Los proyectos de ciudades inteligentes (smart cities), muy avanzados en algunas ciudades de muchos países del mundo, siembran nuestras calles, parques y grandes superficies comerciales de sensores, que dirigen de forma permanente nuestro deambular urbano. Leen nuestro IP (Internet Protocol, número de conexión en internet de nuestro dispositivo), y nos lo enfangan con propuestas de productos a adquirir, locales a visitar, o las últimas ofertas de las que nos debemos de beneficiar.
El chino Xi Jinping, un ingeniero químico actualmente presidente del país, ha dispuesto 170 millones de cámaras de reconocimiento facial (aunque casi es seguro que mientras escribo esto ya ha aumentado el número), repartidas por las más importantes ciudades del país. Matemáticamente eso supone que a cada algo menos de nueve chinos y medio le corresponde un permanente ojo vigilante que con la celeridad de la luz envía los datos de imagen hasta un potente ordenador, con un refinado programa de AI (inteligencia artificial), para la identificación instantánea de buena parte de esos 1400 millones de personas: mandarinas o cantonesas, inmigrantes o turistas. Aunque bueno, no exactamente instantánea, esa identificación es más bien sólo casi inmediata. Los chinos aún "tienen la suerte" de que esa tecnología de reconocimiento sufre una demora de poco menos de dos minutos (¡!) en la entrega de los resultados (Luke Stark, asesor de Microsoft se refirió al asunto del reconocimiento facial como "el plutonio de la AI").
La versión china del Whatsaap (que allí lo llaman WeChat) es absoluta propiedad del gobierno y está totalmente controlada por él. Y también diversificada, pues un habitante de ese país puede comunicarse, hacer operaciones bancarias, obtener puntos para el sistema nacional de premio a los buenos ciudadanos, o incluso pedir cita a su médico. Es utilizado por más de la tercera parte de la población, y el gobierno hace seguimientos específicos a los habitantes que no lo usan.
Su paisano Lao Tse (siglo VI aC) fue quien primero habló de la filosofía del Wu Wei, que es una forma de pensamiento que propugna la no acción. Pero no es un no hacer nada, no una negación de toda actividad como ejercicio de un nihilismo incondicional, sino la decisión de no intervenir, de no variar los procesos naturales de las cosas y simplemente dejar que todo fluya: como hace la naturaleza. Si Lao Tse pudiera ver lo que ocurre actualmente en su país es casi seguro que enloquecería.
Pero en nuestro mundo occidental también existe la presencia (y cada vez en mayor medida) de ese afán por la totalidad en el control de las personas. Hemos admitido como algo habitual la ubicación de cámaras en nuestras calles y plazas. La máxima en la que se escudan casi todos los dirigentes es que "la seguridad es algo muy serio", y no se admite ningún argumento en contra; ni el del respeto a la privacidad (ya perdida) de las personas. Se arguye que esos artilugios ópticos facilitan sobremanera la labor policial. Aunque muchos de nosotros los veamos más como un instrumento perfecto para las acciones interesadas de mentes diabólicas. Exactamente igual que esa matemática maldita de los algoritmos, prediciendo nuestros gustos y preferencias. Y también causándolos.
La necesidad de utilizar la nueva tecnología para relacionarnos con contactos sociales, laborales o del tipo que sean, da el motivo y la ocasión para que esos ambiciosos dementes, caciques de las GAFAM, se apropien ilegalmente de nuestros datos personales.
Con la apócrifa "prestación" de un servicio digital aparentemente gratuito, nos mantienen desinformados y manipulados para utilizar con soltura su tesoro (nuestros datos), que hace engordar su capital en dólares, yenes, euros o criptomonedas, según interese. Astutos zorros de la omisión en el pago de impuestos, sultanes del incumplimiento de las leyes nacionales o de uniones de países, y en ocasiones agraciados por las actitudes miserablemente subordinadas de algunos gobiernos...
Nadie pretende la detención del progreso tecnológico. Es necesario. Y rumbo evolutivo lógico de nuestra existencia, pero si Charles Darwin viviera hoy, no dudaría en catalogarlo como un extraño y nuevo tipo de evolución.
Y de los algoritmos nos diría que son una nueva especie de tiranos especímenes, manipulados por individuos perturbados e insaciables.
Como dice Melchor, "a ver en qué para esto...".
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