La razón obstinada
Lo que llamamos el sentido común y la pura lógica existen, pero cada individuo tiene los suyos, pues no son otra cosa que coartadas que usamos para convencernos de que tenemos razón.
Suelo abstenerme de entrar en discusiones públicas sobre cuestiones que tengan que ver con la fe, ya sea religiosa, política o de cualquier índole. Hay otras tareas inútiles mucho más placenteras.
Pero es verdad que esto de la vacuna o la no-vacuna me viene tentando desde hace tiempo. Tal es el número y la intensidad de estímulos que uno recibe diariamente que hay que ser de piedra para no sucumbir a la tentación. Sé que voy directamente a la charca, pero ahí van algunas observaciones que no tratan de dar o quitar la razón a nadie -o igual sí- sino de expresar mi percepción del asunto.
El hecho real es que hay una inmensa mayoría de personas que optaron por vacunarse y un número exponencialmente menor que han decidido no hacerlo.
Los que se vacunaron, entre los que me encuentro, lo han hecho mayoritariamente sin gran entusiasmo, con bastante recelo y con miedo ante lo desconocido. Pero lo han hecho. De la misma manera que uno que compra un jamón en un supermercado no debe volverse paranoico sospechando que oscuros intereses económicos han colado en el mercado pernil de cerdo contaminado de triquina, pues se da por supuesto que las autoridades políticas y sanitarias han tomado precauciones para que esto no exista -y, si existiera, sería excepción y delito-, uno procura vencer sus miedos y confiar en esas mismas autoridades que le han instado a vacunarse. Creo que la democracia también consiste en esto, en confiar en ella.
Aunque lo veo desde el otro bando y puedo equivocarme, tengo la sensación de que los que no han querido vacunarse lo hacen movidos por una convicción mucho más firme que los que han optado por hacerlo, más irreductible e impermeable a cualquier tipo de argumentación contraria. No tienen ninguna duda de que vacunarse sería dañino para su salud, al contrario que los vacunados, que no suelen tenerlas todas consigo.
Otro hecho irrebatible es que son legión los científicos, médicos y organizaciones sanitarias que han certificado sin ninguna duda que es necesario vacunarse para hacer frente a esta moderna e inesperada plaga que, de haberla conocido el redactor del Apocalipsis, no habría dudado en incluirla entre las siete de Egipto, en sustitución tal vez de la de las ranas, mucho más inofensiva. Desde los médicos a pie de UCI hasta la OMS hay un largo elenco de personas a quienes se les supone que de estas cosas saben más que nosotros que certifican la bondad de vacunarse.
Es verdad que también hay una cantidad mucho menor de científicos y médicos, a quienes se les supone una sabiduría médica mucho mayor a la del común de los mortales, que se oponen frontalmente a introducir en nuestro cuerpo -valga la redundancia- unos cuerpos extraños que a la larga podrían llegar a ser más dañinos que la propia plaga.
La pregunta lógica -ya dije al principio lo que opino de la lógica- es: ¿por qué hay que desconfiar de esa gran mayoría que nos aconseja vacunarnos y hay que confiar ciegamente en esa otra minoría que nos impele a no hacerlo? Si atendemos a la etimología de confiar (tener fe), podrían acusarnos a los vacunados de pertenecer a una especie de religión, pero estarían autorizándonos a considerar a los antivacuna miembros de una minoritaria secta.
Por mí, la gente puede hacer lo que quiera, vacunarse o no vacunarse. Lo único que pido, como vacunado, es que desde el otro bando se me deje en paz y no se me acuse de pastueño, de borrego o de víctima de no sé qué oscuros intereses. De ser víctima de algo, lo soy de confiar en quienes tienen el compromiso de velar por mi salud, sin la soberbia de poner en duda su honestidad ni sus conocimientos.
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