Amor, más de una vez al año, que no hace daño
Eso parece desdecir el sentido de una celebración antinatural. Hay todavía gente que ama todos los días, y... suele pasar desapercibida, están en una residencia, en un hospital, en un centro de salud, en la caja registradora de un supermercado. Antes incluso había alguno en un banco –banco de dineros–. El Norte también ama, a su manera claro, quiere poseer el Sur, pero por la fuerza, como algunos enamorados. La izquierda no quiere a la derecha, ni siquiera quiere al centro, el centro no sabe qué hacer, la derecha quiere cambiar las cosas, los polos opuestos son eso: opuestos. Los “separados” de España no quieren volver al amor que un día se juraron, quieren divorciarse, pero con pensión vitalicia, y algunos enamorados de sus playas y montes la ensucian; es como ese deseo sexual al que llaman amor los que confunden el amor con la complacencia de sí mismos; ya sabemos lo que dura eso como proyecto conjunto y el daño que hace en cualquier ámbito pero especialmente a mujeres y niños, o a quienes son más vulnerables, a quienes el amor podría proteger, porque deber debe si es amor.
Esperemos que el amor interesado en sí mismo no siga creciendo en su nivel más bajo; pero, claro, es lo que se promociona, por eso yo no salgo en la tele. ¿Nos imaginamos lo ridículo que resulta un abuelo como yo, un romántico pasado de moda que busca el amor todos los días del año? Llevo sombrero para saludar y la flor en el ojal. Naturalmente que eso no me da derecho a ser correspondido. Saludo al barrendero: “Tiene usted la escoba más esmerada de este barrio”. Me mira perplejo por un momento y vuelve a lo suyo sin una palabra. Me paro ante el bebé que no quiere ir en el carrito y le digo a su mamá: “Es un tostón precioso, ¿verdad?”. Me mira con miedo o con asco, y acelera el paso. En la acera ya soy el siguiente en la fila de la panadería, una mujer a dos metros tras de mí está agitada, le digo: “Pase usted delante, por favor”. Retrocede asustada, se cala la mascarilla y corre en círculo hacia el establecimiento.
El coche chumba chumba pasa a toda velocidad pisando la señal de 30 por hora, se me suben los sapos o sapas y los culebros o culebras a la garganta, pero... me contengo, quizá no se ha dado cuenta la persona con los sentidos embotados por el frenético ruido de cuánto jovencito está cruzando la calle para entrar en el instituto. Una pobre mujer mayor ha quedado petrificada al intentar pasar el paso de cebra, lleva un bastón, me acerco solícito y le ofrezco mi brazo, me mira con sospecha y me dice: “Yo no voy a pasar, me quedo aquí”. Sí, el amor tiene sus frustraciones.
Pero... ¿voy a renunciar a mi amor?, por supuesto que no, mi amor no es separatista ni exclusivista, ni ama por interés, sea el que sea, está abierto al diálogo con un fumador, aunque a bastante distancia, y hasta con un político, aunque con mascarilla y pasamontañas, y eso sí, ni siquiera requiere de un día para celebrarlo. Por fin llego a casa, mi Vivien Leigh ya ha vuelto de cuidar al nieto más pequeño, le pido que se quede de pie al fondo del salón y avanzo en silencio, despacio, sin mascarilla, con la mirada puesta de Clark Gable; noto que su respiración se acelera, la tomo por la cintura, y la beso sin perdón. ¡Por fin!, el amor me corresponde, y es suficiente premio para incentivar el otro, el no correspondido.
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