Tristes guerras... tristes armas... tristes hombres...
La historia de la humanidad está plagada de errores y va camino de convertirse en la historia de un fracaso planetario provocado por la ambición desmesurada del ser humano. De poco nos ha servido saber que esa "ambición rompe el saco", porque en realidad desde hace mucho tiempo ha roto hasta el propio aforismo. Probablemente se trate (la insaciable ambición humana) de una maldición "olímpica" que pesa sobre nosotros desde aquella primigenia audacia de Prometeo al robar el fuego de los dioses, por muy filantrópica que pudiera parecer. Prometeo sufrió inmediatamente el castigo impuesto por su acción, y la humanidad no ha cesado de sufrir las consecuencias del robo: el "regalo" del fuego puesto en nuestras manos no solo nos ha quemado las manos, sino que poco a poco nos ha ido abrasando el corazón. Ese fuego ha servido para sembrar el planeta de armas de fuego al servicio de la ambición, armas en constante evolución letal, desde las más rudimentarias (para los indígenas americanos, los conquistadores españoles tenían unos largos brazos que arrojaban fuego) hasta los más sofisticados cohetes atómicos teledirigidos, capaces de aniquilar cualquier rastro de vida sobre la tierra.
Quienes en la década de los ochenta participamos en la campaña del referéndum OTAN ("de entrada NO") desde las Asambleas por la Paz y el Desarme teníamos muy claro que nuestro ingreso en la Organización Atlántica en absoluto iba a contribuir a la paz mundial, que el camino hacia la paz no podía estar marcado sino por el desarme, puesto que las armas son el principal enemigo de la paz y la seguridad tal como lo demuestra día tras día la consabida falacia americana defendida por los Amigos del Rifle. Lo peor de todo es que esa falacia se halla instalada en la mayoría de los gobiernos estatales, salvo loables excepciones como Suiza o Costa Rica, que casualmente gozan de una envidiable paz y prosperidad.
¡Fuego!, ¡Hagan fuego!, se ha repetido infinidad de veces a lo largo de nuestra inhumana historia. Los últimos fogonazos los estamos viendo estos días sobre el cielo ucraniano. La fuerza del fuego ha reemplazado a la fuerza persuasiva de la razón y la palabra. El dolor y la desesperación se han adueñado de la población, convertida en inocente víctima. Por eso huyen, porque esa guerra probablemente no es su guerra. Mientras tanto, los socios del club de la Alianza, movidos por una falsa solidaridad, han decidido auxiliar a esa población enviándoles aquello que les sobra: armas de fuego. Eso no es querer parar la guerra, eso es pretender apagar un fuego con más fuego. Las armas no saben estar calladas; si no las cargan los hombres, las carga el diablo. Aunque no sirva de nada, me parece saludable recordar una vez más en este triste momento las sabias palabras de nuestro gran poeta y pensador Miguel Hernández: "Tristes armas, si no son las palabras, tristes, tristes".
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