La Nueva España » Cartas de los lectores » A la memoria del cura ejemplar don José Manuel Valle Carbajal

A la memoria del cura ejemplar don José Manuel Valle Carbajal

2 de Octubre del 2010 - Luis Felipe González (Siero)

Hace ya muchos siglos que los griegos clásicos comprendieron la importancia del maestro en el curso de la «paideia» o formación personal y cultural de los jóvenes. Se trata de esa persona, ajena y diferente a las figuras familiares de referencia, que desde la base de la sabiduría y de la experiencia y mediante mecanismos de afectividad muchas veces inexplicables, es capaz de ganarse la confianza y la admiración del joven e ir sembrando en el interior de éste los cimientos de lo que será su futura personalidad. Aquel al que el discípulo acaba debiendo buena parte de sus valores y creencias.

A lo largo de mi vida yo he tenido la inmensa fortuna de tener dos maestros a los que debo gran parte de lo que soy y cuyas figuras, curiosamente, convergen ambas en ese pueblo ejemplar por tantos motivos que es La Foz de Morcín. Uno fue el responsable de que yo llegara a La Foz, al otro debo, en gran parte, el haberme quedado tanto tiempo allí.

El primero de ellos me enseñó a conocer los valores de la amistad, el servicio a los demás, al honor y la humildad («ante Dios nunca serás héroe anónimo»). Y él me preparó el camino para llegar a La Foz aquel 1 de enero de 1980. Arriesgó y confió en mí. Hace ya muchos años que me falta, pero espero y deseo fervientemente que no se haya visto defraudado en su confianza.

El segundo de mis maestros vivía ya en La Foz, era cura (sacerdote, claro, pero creo que nunca le oí denominarse así) y yo no lo conocía. Se llamaba don José Manuel y vivía en una casa especial, una casa que no tenía puerta. O que sí la tenía, no lo recuerdo bien. Pero suponiendo que la tuviera, aquella puerta estaba siempre abierta. Claro que yo tampoco sabía eso y la primera vez que me decidí a ir a visitarlo para exponerle un problema que me agobiaba y para el que no veía solución, me gané la primera –y creo que única– regañina de su parte en los treinta años que tuve la suerte de compartir con él. Llegué a la Rectoral y llamé al timbre. «Nunca más se te ocurra llamar al timbre: la puerta siempre estará abierta para ti. Mira...». Y me hizo mirar el pestillo interior, anulado y sujeto por una especie de alambre que lo inutilizaba.

Después casi treinta años viviendo y trabajando a su lado. Años de largas conversaciones en frías noches de invierno, bien pegados al fuego de la chimenea en aquel indescriptible despacho, mientras Estrella me hacía merendar o cenar y tomar café en cantidades ingentes, anulando cualquier protesta por mi parte. Hablábamos de lo divino y de lo humano, pero especialmente de este último. Y es que muchos años antes del Convenio de Oviedo, bastante antes de la ley de autonomía del paciente, don José Manuel, cura rural, ajeno a la medicina, me fue desbrozando el camino de la ética médica y de la vida. Desde la sabiduría y la experiencia del maestro, me enseñó a anteponer a mis opiniones o deseos la libertad del paciente, el respeto a sus expectativas y esperanzas, a saber que no existen enfermedades, sino personas enfermas. Me hizo comprender la verdad del viejo aforismo que resume la tarea del médico y que hoy, día, en el ámbito de la medicina tecnificada e impersonal que padecemos, parece algo desfasado: «Curar, casi nunca; aliviar, a veces; consolar, siempre».

No quiero extenderme más. Sólo señalar que durante todos estos años el maestro estuvo siempre a mi lado, ayudándome en mis muchas dudas, pero sin darme jamás una solución. Esa era mi parte del trabajo y por eso él era un maestro. Su clarividencia, su receptividad, su humanidad y su respeto por la libertad individual iluminaban el camino, pero la solución debía salir de mí. Esa era mi libertad, mi responsabilidad. Míos han sido, pues, los errores que he cometido.

Tampoco quiero hablar de lo que don José Manuel ha representado para mi familia a lo largo de todos estos años. Él y nosotros lo sabemos y eso es suficiente. Y Estrella, abnegada en sus cuidados, reconfortante en sus silencios, cariñosa desde la sonrisa con que nos recibía y que nunca fue capaz de calmar el apetito de mi nieto cuando íbamos «a ver al cura», por más galletas y caramelos que le diera, mientras el niño se ocupaba en desordenar aún más aquel desordenado despacho sin que nadie le llamara la atención.

Y cuando, hace unos días, su madre le dijo que don José Manuel se había muerto, el pequeño quedó en silencio unos instantes y luego dijo: «eso es que se fue al Cielo para ayudar a otros niños como yo, pero luego volverá ¿verdad?» No sé lo que le contestó su madre, pero yo le habría dicho que no es necesario que vuelva; que es tanto lo que ya ha hecho por nosotros, que si no somos capaces de seguir adelante sin él es que muy poco hemos aprendido; que era un maestro y que, como buen maestro, sabía que algún día debía separarse de sus discípulos y dejarlos volar solos. Y que tal vez sólo tengamos derecho a quejarnos ante Dios del poco tiempo que nos permitió gozar del regalo tan grande de su magisterio, por más que treinta años puedan parecer mucho tiempo.

Hace unos días he perdido a mi segundo maestro y me siento muy solo. Pero al igual que con el primero, trataré de poner todo mi empeño para que allá arriba no se sienta defraudado conmigo.

Alguien dijo que nadie muere del todo mientras haya quien lo recuerde. Si esto es cierto, don José Manuel tiene la eternidad asegurada. Focetanos, morciniegos todos, riosanos, pixuetos, asturianos en general, españoles de bien, miles de amigos repartidos por todo el mundo... ¡Nada menos! Demasiados para que pueda darse jamás el olvido. La eternidad asegurada.

Desde los labios hoy tristes de los que aún permanecemos aquí, sólo pueden brotar una plegaria y un agradecimiento: Pater, maestro, amigo, descansa en paz. Y gracias.

Luis Felipe González, ex médico de La Foz de Morcín, Siero

Cartas

Número de cartas: 45904

Número de cartas en Septiembre: 8

Tribunas

Número de tribunas: 2079

Número de tribunas en Septiembre: 1

Condiciones
Enviar carta por internet

Debe rellenar todos los datos obligatorios solicitados en el formulario. Las cartas deberán tener una extensión equivalente a un folio a doble espacio y podrán ser publicadas tanto en la edición impresa como en la digital.

» Formulario de envío.

Enviar carta por correo convencional

Las cartas a esta sección deberán remitirse mecanografiadas, con una extensión aconsejada de un folio a doble espacio y acompañadas de nombre y apellidos, dirección, fotocopia del DNI y número de teléfono de la persona o personas que la firman a la siguiente dirección:

Calvo Sotelo, 7, 33007 Oviedo
Buscador