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El hombre que mató a Vladímir Putin

18 de Marzo del 2022 - Celso Peyroux

Un magnicidio que marcó el devenir de Europa, evitó la III Guerra Mundial y tal vez el final del hombre sobre la Tierra

*Shakiru Kashimada

Okinawa (Japón)

Corre el verano de 2045 en una de las numerosas islas del archipiélago de Okinawa. Mecidas por una suave brisa ondean por todas partes las banderas del Sol Naciente. A lo lejos suenan con estruendo enormes tambores, golpeadas sus pieles por uno o dos jóvenes con los torsos desnudos y un pañuelo en la frente atado en el hueso occipital. Hoy, 6 de agosto, es un día muy singular. A las ocho de la mañana -hace cien años- caía del cielo una bomba atómica que destruiría la ciudad de Hiroshima y tres días después otra sobre Nagasaki obligando al Imperio japonés a su rendición. No hay alegría en las calles. Miles de hombres, mujeres y niños recuerdan la trágica fecha con crespones en el pecho y en la frente, al tiempo que claman por la Paz perpetua del mundo y que nunca más se vuelva a producir aquel genocidio.

Sentado bajo una palmera un anciano contempla la mar con los ojos perdidos en el horizonte. Es un descendiente directo de la estirpe de los samuráis que lleva con orgullo la ascendencia de su familia transmitida de abuelos a nietos a lo largo de los siglos. Nadie podrá decir que dentro del hombre tendido en una humilde hamaca con la cara llena de surcos abiertos por el arado del tiempo, una barbilla poco poblada en el mentón y manos huesudas, corriera por sus venas la sangre de un temido guerrero.

Akihiru Michouwayasi cumplirá en octubre 82 años y vive en la aldea de Aghoru con su esposa, Chiiro. En uno de los armarios de su casa guarda, con verdadero celo y veneración, una armadura, dos katanas con empuñadura de marfil y un arco de largo tamaño construido en madera de tejo cuya cuerda tensora, fabricada con tripa de ciervo y crines de caballo mongol, pende de uno de los extremos. Son armas legadas por su padre que se remontan a la noche de los tiempos.

Hace varios años que Akihiru Michouwayasi no practica esta remota disciplina, pero sigue formando parte de la Federación Japonesa de Kyudo, de la cual fue varias veces su presidente. Algunas mañanas con buen tiempo, baja a la playa y, luego de practicar unas sesiones de kendo y meditación, instala una diana y contra ella lanza sus flechas con tal precisión que, algunas veces, la punta acerada del arma abre en canal el último astil disparado.

Akihiru Michouwayasi no es amigo de fiestas, ni convites, ni bailes. Austero hasta la saciedad, tiene un carácter afable, pero es recio, y la única sonrisa que esbozó en su vida fue cuando tuvo entre sus brazos a su hijo primogénito. Antes de que el sol se encumbre en lo más alto, boga un rato en su bote de pesca, se da un prolongado baño y recogiendo su hamaca y cantimplora de agua regresa de nuevo a su casa, donde Chiiro le espera para comer juntos.

Maestro y profesor de kiudo desde su juventud, su apellido y su fama de arquero son conocidos por todo el Imperio, y fueron muchos los solicitantes de tiro con arco que le habían pedido el aprendizaje de su destreza. No obstante, solo en contadas ocasiones accedió a la demanda, y los escogidos no lo fueron siempre por su fortaleza física, altura, inteligencia o dominio en las artes marciales, sino por una mente serena y templada dada a la meditación y al dominio de sí mismo. “Es necesario -les decía- unir el diafragma con el corazón antes de lanzar la flecha contra el blanco”. El arquero fue un hombre cabal y justo, pero lleva siempre una sombra en el alma que ni la práctica rigurosa y espiritual del mahayana logra transfigurar el odio en flores de cerezo. Su bisabuelo Yoshura Michouwayasi había muerto a manos de las tropas rusas en la guerra de 1904, cuando el Imperio nipón y el zar de San Petersburgo se disputaban la propiedad de Manchuria y Korea.

En la playa de Gijón un grupo de niños construía castillos de arena con sus cubos y palas ajenos al dolor, lágrimas y sangre que corría por las tierras de la vieja Europa. El invierno daba los últimos coletazos de aquel año de desgracias de 2022 abriendo paso a una primavera que se vislumbraba benigna, con el oro de las mimosas en todo su esplendor y los pétalos de las cidonias trepando por las verjas como las amapolas en un campo de trigo.

Aunque el plan del Kremlin para invadir Ucrania ya venía de años atrás, no fue hasta la noche del 24 de febrero cuando las negras bocas de los cañones comenzaron a rugir como leones desmelenados vomitando fuego, destrucción y muerte sobre ciudades y aldeas, mientras los blindados y carros de combate allanaban las fronteras, por los cuatro puntos cardinales, alienando la identidad de un pueblo libre y soberano.

Tras veinte días de cruentos combates, por tierra, mar y aire, ya había cientos de muertos y heridos por ambas partes, miles y miles de desplazados que huían del país dejando a su paso ciudades arrasadas. Mientras tanto, políticos y militares no encontraban una solución al conflicto desencadenado por un personaje diabólico y psicópata que intentaba recuperar las tierras de la URSS entre la nostalgia de Stalin y la ambición por el nacimiento de un nuevo poderío geoestratégico.

En el año 1987, Ronald Reagan y Mijail Gorvachov ponían fin a la Guerra Fría para que la Paz volviera al mundo de los vivos y que, desde entonces, millones de niños volvieran de nuevo a jugar al balón y a las muñecas con la inocencia entre las manos. Reagan le había pedido a Gorbachov el desmantelamiento del Pacto de Varsovia, mientras que el líder soviético -más pacifista y dialogante que sus antecesores- solicitaba al “Tío Tom” la no proliferación de la NATO aprovechando los reinos de taifas y la confusión que reinaría entre los retales que habían sido satélites de la Unión Soviética. Unos y otros también se equivocaron, porque quedaron muchos cables sueltos con una nueva confección de la vieja Europa, tras la caída del Rideau d’Acier y el desmoronamiento del Muro de Berlín. Había nostalgia entre muchos dirigentes del poder militar ruso, de algunos jerarcas políticos del tres al cuarto, de la tenaza de la KGB y los capitales de los nuevos ricos que aprovechaban, sin control alguno, engrosar sus fortunas. Por parte americana, la CIA y algunos senadores de mediocres luces no sabían nada de la Puerta de Bradenburgo ni del muro de la vergüenza hasta que las piedras les cayeron sobre sus mal amuebladas cabezas.

Puestos de inmediato al trabajo, tan solo les llevó a los investigadores de la CIA cinco días para dar con el nombre y paradero del hombre potencial y elegido que acabaría con la vida de Putin

El Gobierno americano con la CIA al acecho, la Unión Europea con sus veintisiete países miembros y los servicios de inteligencia del Reino Unido elaboraban planes, en decenas de interminables reuniones, en un intento de estrangular la economía rusa. Se pusieron en marcha de inmediato con medidas a medio y largo plazo que surtirían su efecto, pero se necesitaba uno fulminante que frenara el devastador avance de los rusos en todos sus frentes, sobre todo la caída de Kiev y de todo el Gobierno del presidente Volodímir Zelenski. Se estudiaron propuestas, se valoraron los pros y los contras, pero en el que todos se pusieron de acuerdo fue aquel que exigía que soldado alguno de la OTAN pusiera su pie en suelo ucraniano. Aquella línea roja se presentaba como un polvorín que estallaría ipso facto desencadenando un conflicto bélico de imprevisibles consecuencias como antesala de la III Guerra Mundial y las bombas atómicas poniendo fin al ciclo terrestre de la Humanidad.

Un Comité formado por los más altos servicios secretos de los aliados europeos y americanos llevaban, desde principios de año -ante la aparición repentina de cientos de carros de combate que cercaban la frontera con Ucrania-, la elaboración de un complot que no por siniestro y letal dejaba de tener los fines que se perseguían. Se buscaba, sin miramiento alguno, la muerte inmediata de Vladímir Putin.

Se descartaron aquellos planes que se acercaban al fracasado “Valkiria” del 20 de julio de 1944, cuyo cometido no fue otro que acabar con la vida de Hitler. Al no tener conocimiento de conspiradores militares y civiles rusos, que desearan atentar contra el sangriento dictador y poner fin a su existencia, se optó por abandonarlo. A lo largo de todo el mes de marzo se barajaron muchos, entre otros el que contemplaba, a través de satélites sofisticados, conocer el lugar y el momento preciso de su ubicación para lanzar un misil sobre el sitio exacto sin tener en cuenta los daños colaterales que el impacto podría provocar. Se propuso también la creación de un comando semejante al que acabó con la vida de Osama Bin Laden por tierras de Pakistán, pero ambos se descartaron tras un minucioso estudio. Ante todo y sobre todo, no debería parecerse en nada a un crimen de Estado. Semanas después la DIA (Agencia de Inteligencia de la Defensa) presentó el plan de un solo hombre que no llevaría ningún arma de fuego para pasar desapercibido en el trance. Por su parte, la NGA (la Agencia de Inteligencia Geoespacial) y la AFISRA (Servicios de Inteligencia de la Air Force), con la colaboración de la NASA, estaban a punto de concluir el proyecto “Bot Fly-M45”, con el que, después de muchos años, se lograba un dron invisible de propulsión nuclear -con siete turbinas- incapaz de ser visto o detectado por algún radar o por los más sofisticados ordenadores espaciales.

Desde el final de la II Guerra Mundial, los archivos y ordenadores de la CIA rebosaban de documentos “Top Secret” sobre la situación militar de todos los países del mundo, notablemente de Rusia, China y Japón. Puestos de inmediato al trabajo, tan solo les llevó a los investigadores de la CIA cinco días para dar con el nombre y paradero del hombre potencial y elegido que acabaría con la vida de Putin.

A mediados de mayo, la NGA informa al Comité que el proyecto “Blot Fly-M45” está a punto de ponerse en marcha después de varias pruebas realizadas con gran éxito sobre diferentes objetivos. Trasladado, de inmediato, el ingenio a Alemania con su base de datos y el personal técnico operativo, su primera misión fue la detección del presidente ruso y de su cúpula de guerra. Pero Putin no estaba en el Kremlin. Junto a su alto mando, se había trasladado a las inmediaciones de Kazán, una ciudad tártara a orillas del Volga. Allí, no lejos de la centenaria ciudadela, se había construido, hacía unos diez años, un búnker soterrado e inexpugnable con todo tipo de servicios, provisto de los más sofisticados medios de comunicación y cibernética.

El 9 de junio de 2023 Yoshura Michouwayasi se encontraba en su jardín aderezando uno de los muchos bonsáis que tenía bajo una carpa de plástico. Con la tijera de podar en la mano abrió la puerta a la llamada de la campanilla que colgaba de uno de los canecillos que sujetaban la carpintería del pórtico de su casa. Ante él se encontraban dos hombres bien vestidos que le saludaron respetuosamente inclinando la cabeza. Él respondió con el mismo saludo y, ya en el interior, el samurái lavó las manos en el baño invitando a los visitantes a pasar ante unas puertas correderas que daban acceso a un recibidor. Se trataba de un hombre occidental llamado Thomas Downing, elegido por el Comité, y de un individuo japonés que hacía las veces de traductor. Con la solemnidad acostumbrada, se sentaron ante una mesa baja y se dispusieron a tomar el té que Chiiro les acababa de ofrecer. Sin más preámbulos, tras las presentaciones hechas, el acompañante japonés se puso a traducir, de manera parsimoniosa, todo cuanto el hombre blanco iba exponiendo.

Dando pequeños sorbos a su taza de té, Yoshura Michouwayasi escuchaba con suma atención y respeto las exposiciones de ambos visitantes, hasta que, media hora después, frunció el ceño y dejando la taza sobre la mesa se levantó de pronto para comunicar a los visitantes que no contaran con él para el proyecto. Hubo negociaciones, la entrega que se haría de una importante suma de dinero en un banco suizo, énfasis a la hora de manifestar el peligro de una guerra mundial y hasta la coacción de que una tragedia nuclear semejante a Hiroshima podría presentarse en cualquier momento.

Yoshura Michouwayasi acompañó a los dos visitantes hasta la entrada de la casa y, al despedirse, el samurái les comunicó, de manera solemne, que volvieran dentro de tres días para darle tiempo a reflexionar sobre la propuesta y hablar del proyecto con su familia. Todos los Michouwayasi estuvieron reunidos hasta casi el amanecer analizando la propuesta de Thomas Downing y sus consecuencias. La idea del hongo nuclear explotando de nuevo sobre el Imperio puso en alerta a los miembros a punto de desequilibrar la balanza a favor de la aceptación. La decisión final fue favorable al patriarca al recordar a los suyos la muerte de un ancestro a manos de los rusos. Todo había sido aceptado, incluso la misión de kamikaze, pero el patriarca samurái descartó la percepción de ninguna cantidad de dinero. Quedaba claro que su estoicismo era por el amor a la patria, a su familia y al emperador.

Operativo el “Bot Fly-M45”, detectado el lugar exacto donde se encontraba Putin y elegido el hombre que acabaría con su vida, ya solo quedaba diseñar el plan para consumar el magnicidio. El mismo día en que se supo la confirmación de Yoshura Michouwayasi, un equipo de expertos en estrategias de asalto comenzó a sopesar la más certera. Era una empresa harto difícil, pero todos tenían una gran confianza en el “Bot Fly-M45” y en el ejecutor de la misión. Al cabo de una semana estaba configurada la mejor opción y sobre una maqueta a tres dimensiones de la zona del valle del Volga y de la ciudad de Kazán se pergeñó hasta el último detalle: el samurái, con identidad rusa, debería pasar al menos un mes en la ciudad de Novosibirsk para conocer las costumbres y formas de vivir en aquella región de la Siberia central de la Federación Rusa a orillas del río Obi.

Se deseaba que Yoshura Michouwayasi aparentase ser un pescador con experiencia en las artes de pesca y para su mejor adaptación al río Volga donde habrían de consumarse los hechos. El samurái sería trasladado a Kazán, en cuya ciudad se instalaría en la vivienda de unos ficticios familiares con un programa muy definido por el Comité: remar todos los días en un bote por las orillas del Volga; práctica de tiro; examinar una y otra vez el ataque en comunicación directa con el Comité a través del dron; buscar el vestuario apropiado y preparar las armas del atentado. Es decir: el arco de tejo, la flecha de astil de madera de fresno blanco acabada en punta de lasca bifacial y tres plumas de ganso en la lanzadera para estabilizar el vuelo de cuyos preparativos se encargaba el propio arquero. Todo ello, oculto a la vista dentro de un amplio tronco de caña de bambú perforado que, junto a otras cañas, simulaba una especie de carcaj con una correa para colgar del hombro. Todos los elementos letales los montaría el arquero en cuestión de unos minutos, poco antes de ejecutarse el tiro para no ser detectados en caso de inspección. Quedaba el regreso del arquero, que el ingenio dirigiría desde el aire. Cometido el atentado, el bote del samurái bogaría aguas abajo dejándose llevar por la corriente con la proa dirigida hacia la orilla contraria del búnker, donde el arquero sería recogido por un todoterreno. Todo quedaba ya pendiente del “Bot Fly-M45”, situado en la vertical y aledaños del búnker, y de las instrucciones que transmitiría al samurái a través de una minúscula radio colocada en una de las orejeras del ushanka.

Con ojos de halcón y oídos de murciélago, el ingenio volador estaba al tanto de todo cuanto ocurría en la primera planta del búnker y en los alrededores. Los servicios secretos y la estancia de máxima seguridad se encontraban instalados en la parte más profunda, lo que no permitía al “Bot Fly-M45” el acceso directo a los planes del Kremlin. Sin embargo, sí sabía la vida de Putin y del personal cuando ascendían al primer nivel, la salida al jardín que rodeaba el edificio y el pasadizo que conducía a una de las riberas del río donde, en un pequeño embarcadero, Putin salía -vestido de pescador con el ushanka calado hasta las orejas- a bogar por el Volga todas las mañanas cuando el tiempo era favorable, mezclado su bote de remos con los de otros pescadores de la ribera.

Aquella mañana del 15 de agosto de 2023 se presentaba luminosa, con la típica bruma fluvial debida al contraste entre la temperatura del agua y la del aire. Era el día elegido. El “Bot Fly-M45” dictaba con precisión las coordenadas y todos los movimientos del líder ruso: desde el momento en que abandonaba sus habitaciones, el camino a pie hasta el embarcadero y el instante en que, ayudado por dos soldados, se subía al bote, se enfundaba los guantes y, cogiendo los remos, ponía proa al río. La embarcación de Yoshura Michouwayasi se había hecho al cauce, a mitad escondida por la bruma, poco después del amanecer. Ya había sacado las armas de guerra del carcaj, colocada la lasca en la punta del astil con cinta de cuero, las plumas de la guiadera y tensada la cuerda del arco que unía ambos extremos. El bote del dictador enfilaba las aguas del Volga dejándose arrastrar corriente abajo a unos cincuenta metros de la orilla entre varios botes de pescadores ribereños que tendían sus redes, ponían cebos y lanzaban sus anzuelos a las aguas ligeramente onduladas por la brisa que subía río arriba. Todo estaba a punto. El dron comunicaba la distancia exacta que había entre el cazador y la presa. “Pléyades” a “Salmón”: … lo tienes a 147 metros. Deriva un poco a estribor y mantente a la escucha. … Recibido… -contestaba el arquero con la certidumbre de que su tiro no sería eficaz hasta una aproximación de ochenta metros. … A ciento diez. … A noventa y dos metros... El arquero metió la hendidura de la flecha en la cuerda del arco y esperó con frialdad, mientras sus mientes se serenaban borrando del mundo todo cuanto no fuera la lasca del astil y la silueta de Vladímir Putin. La bruma se iba aclarando y se expandía la luz de la mañana por todas partes. “… A setenta y nueve metros…” -le dijeron-. Tensó el arquero la cuerda mirando al cielo y luego a la diana escogida. Tomó aire hasta unir el diafragma con el corazón y abriendo sus dedos la flecha rompió el silencio con un chasquido volando hacia el cuello del dictador atravesándolo de parte a parte. La luz del alba se apagó en los ojos del criminal de los Urales para siempre y soltando los remos su cuerpo quedó inerte sobre el bote que el Volga se llevó entre el oleaje azul del río.

En las aguas de la bahía de Okinawa el bote de Yoshura Michouwayasi se mecía entre las olas de una mar en calma mientras la luz de la mañana se desperezaba dejando un radiante día.

* Shakiru Kashimada es el heterónimo que utilizó el escritor y colaborador de LA NUEVA ESPAÑA Celso Peyroux en su viaje por tierras del Sol Naciente.

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