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La ceguera adquirida

6 de Octubre del 2010 - Inés Morán Álvarez (Oviedo)

Leía en un periódico asturiano un terrible artículo. Las descalificaciones terriblemente injustas que hacía públicamente del Papa ante su venida próxima a España rayaban por lo injustas e inveraces en la injuria y en la calumnia. Pero si algo me llamó más la atención es el grado de retorcimiento moral al que se puede llegar para juzgar tan cruelmente a los demás sin tener, además, conocimiento de causa.

No entraré a reproducirlas, el hacerlo heriría de nuevo mi sensibilidad. Pero sí me referiré a ellas de otra forma, pensando en alto en la vida y figura del Papa Benedicto XVI.

Próximo a la jubilación y después de una vida de verdadero esfuerzo y sacrificio soñaba en su vejez ya jubilado- poder dedicarse aquellos hobbies que no pudo desarrollar por falta de tiempo (la música, por ejemplo) en su tiempo de intensa actividad. Quiso Dios otros planes para él y aceptó (seguramente que con gran esfuerzo) el cargo y la carga que le eran impuestos, renunciando ya para siempre a sus hobbies y a sus sueños humanos.

No es su vida la vida de los que gozamos del bienestar, llamando bienestar simplemente al poder concedernos caprichos, a poder disfrutar de nuestro tiempo, o a tener libertad para hacer y realizar nuestros planes humanos incluso legítimos la mayoría de las veces-. No, la vida en su ancianidad, cuando los dolores físicos ya se han establecido, o cuando se experimenta ya con firmeza la debilidad y la limitación física, no es una vida de bienestar sino de sacrificio constante y de renuncia. Renuncia al descanso, renuncia a los gustos personales, renuncia al tiempo para uno, renuncia a la mayoría de las cosas de los que los demás podemos disfrutar. Renuncia a los viajes, a poder estar en familia. Renuncia incluso a estar en la propia tierra, en el lugar de nacimiento.

No es la vida del Papa la vida de la mayoría de los mortales. La suya es de sacrificio constante, incesante, de ese sacrificio y compromiso del que los demás huimos, pues si hay algo que abominamos para nosotros es precisamente el compromiso y el sacrificio personal. Quizás por eso no sabemos discernir ni valorar el sacrificio que otros están dispuestos a hacer y que realizan.

Exigimos para nosotros libertad para ser dueños de nuestras vidas. El Papa ejercita su libertad para ser esclavo y servidor de los demás y esto no es fácil ni puede ser gustoso. La mayoría de las veces porque es también un ser humano como los demás lo hará a contrapelo, haciéndosele cuesta arriba, pero siguiendo adelante por responsabilidad, porque ese es su cometido.

Si el Papa prescindiera de la fe, si abandonara el amor, cuánto mejor viviría como nosotros, en un hogar, rodeado de la familia, rodeado de amigos, participando de círculos, disfrutando de playas y de montes, tocando el piano sin tiempo limitado, chateando incluso como una gran mayoría. Pero de todo eso está privado el Papa por propia voluntad, porque su voluntad ha de ceñirse sin descanso a quien le envía, a ese Dios del que algunos reniegan y al que Él es totalmente fiel.

Vive el Papa enjaulado, privado de la libertad de la que los demás gozamos, sometido a trabajos, a disciplina, a austeridad, a oración, a ayuno, a sacrificio. Quizás esas paredes tan hermosas que le envuelven y que con tanta frecuencia mencionamos sean para él frías, inhóspitas.

Requiere mucha santidad el cargo y la carga de ser Papa. Sí, mucha santidad, eso que para muchos de nosotros es algo desconocido e inconcebible. Tanta, que jamás saldrá de la boca del Papa una injuria, ni una calumnia, ni tan siquiera una crítica. Esa y tantas otras muchas son las diferencias que guarda con respecto a los que solo sabemos amarnos y apreciarnos a nosotros mismos.

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